A ustedes les pregunto, existencias inferiores, producto de mi más deplorable esfuerzo, de mi desgano inusitado por dedicarme a lo terreno ¿Creen que pueden hablar de los Dioses?
No proclamen ser justos, haciendo gala de leyes patéticas e improvisadas, producto de su raciocinio limitado, no hablen de jerarquía cuando son todos iguales en su irremediable ignorancia, en su ignominiosa estupidez. Oír sus rezos me oprime, ver sus libaciones me enferma. Mi cuerpo perfecto no puede ser emulado por su pobre artesanía, mis rasgos sublimes no pueden ser imitados por la torpe mano de un hombre. ¿Qué es de esa vanidad terrena que los hace creerse capaces de atisbar, aunque estén en sus mejores días y se coronen reyes del mundo, que pueden compararse con el más burdo de nuestros defectos?
Somos Dioses, somos, el humano no puede entenderlo, el humano no entiende. Su sangre enferma, su cuerpo débil, su mentalidad endeble, su existencia efímera ¿Qué son todas esas cosas al lado de un instante de nuestra existencia, de una molécula de nuestra entidad, de un respiro de nuestro aire, de un vistazo robado de nuestra soberana magnificencia?
Supremacía es una palabra que no les corresponde, perfección, menos incluso, pues es un privilegio de los imperecederos, gloria es el adjetivo de nuestras obras, y esto es así, no se permitan, por lo tanto, utilizar con tanta libertad estas palabras, que no por que posean la posibilidad de mencionarlas con sus pérfidas lenguas, les conceden algún uso real sobre ellas.
No se tomen, entonces, libertades que no les corresponden, no se engañen, la libertad no les corresponde. Libertad es la supremacía del ser perfecto, es la existencia del ser perfecto, es la constitución del ser perfecto: se hacer; ni siquiera es hacer lo que se nos ocurra, porque las ocurrencias son tan efímeras como las insulsas imaginaciones de quienes esperan tenerlas. El dios es libre, el hombre es prisionero, ese es el orden, nuestro orden. El hombre es prisionero se sus pasiones, esclavo de su cuerpo nauseabundo, de sus necesidades interminables, que resultan tan inagotables como sus innumerables limitaciones para ocuparse de ellas ¿Crees que puedes regodearte de tus cadenas rotas, de los opresores que has destituido? Tú eres el mayor de tus opresores, tú eres el más grueso de los grilletes que te aprisionan: vives, y por lo tanto siempre serás prisionero.
Y sufres. Si vives, es porque has llegado a tu insípida existencia para experimentar los dolores de los perecederos. Perecederos por sus cuerpos, perecederos por sus ideas, perecederos por sus convicciones, perecederos por sus valores, perecederos. La degradación que constituye su vida desde el mismo momento en que la obtienen no deja de traducirse a la patética aldea que integran, a ese intento por disminuir el caos de su vano intento de obtener orden, ese intento que provoca más caos que orden. Su falta de rigurosidad, de su carencia total de ingenio para regular su comunidad es lo que más nos perturba, lo que nos enferma. A nosotros, que somos intocables, ustedes llegan a afectarnos, porque hablan de Dioses que les entregan reglas, porque hablan de Dioses que los cuidan y los resguardan. ¿Quién de entre todos nosotros podría tener ese interés por ustedes? ¿Cuál de los Dioses les entregaría ley alguna para reglarlos, y menos, para procurar su subsistencia?
Entidades inferiores, existencias patéticas, a ustedes les pregunto, a ustedes que son el producto de mi más deplorable esfuerzo, de mi desgano inusitado por dedicarme a lo terreno ¿Creen que pueden hablar de nosotros, los Dioses?
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