En cinco días se cumplirá mi condena. Cuando pasen esos malditos días todo lo que conocía, o creía pensar que era felicidad se irá a la mierda. Tengo miedo. No sé qué va a pasar ese día. Tengo claro que todo lo que pueda sentir no cambiará la situación que estoy viviendo. Me arrepiento de corazón de haber comenzado a pensar, a querer y, finalmente, a amar.
Alba Subercaseaux estaba en su pieza. No podía dormir, a pesar de que ya eran más de las tres de la madrugada. Por su cabeza pasaban mil y un pensamientos de los que no se podía librar.
Era la noche del domingo cuando, como todas las semanas, habían vuelto de misa y ella ya estaba callada y pensativa. Nadie en su familia había podido entender cómo podía ser que no hubiera ido a comulgar, como solía hacerlo normalmente.
Le ofrecieron comer, pero se retiró argumentando dolor de cabeza y se fue a su habitación. Sin embargo, a pesar de la cantidad de horas en que había estado intentándolo, no había podido conciliar el sueño. Su cabeza era un mar de preguntas y pensamientos sin sentido.
Es extraño. Llevo horas tratando no puedo sacarme esta duda de mi cabeza.
Al fin, y después de largos e inútiles intentos, logró dormirse. Sus sueños fueron caóticos, nada placenteros.
Se despertó a las nueve de la mañana, bañada en sudor. Había tenido una pesadilla de la cual no pudo librarse en todo el día. A cada minuto le invadían recuerdos de ese sueño.
Se fue a dormir. Esta vez, al contrario de la noche anterior, logró dormirse al instante y sus sueños la acompañaron de una forma inequívoca, pues no tuvo ninguna pesadilla.
Fue transcurriendo así su semana hasta el día viernes, cuando estaba en una prueba y las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos, a correr por sus mejillas hasta tocar el papel. Éstas, a la vez, le tapaban la vista, veía borroso, lo que la obligó a dejar de escribir y buscar algún pañuelo para limpiarse y limpiar la prueba.
Pero en el momento en que buscaba en su cartera pareció como si el tiempo se detuviera, como si nadie más se moviera y sólo ella tuviera el derecho a moverse, hablar y pensar.
Es claro. No puedo vivir en este intento de ocultar la verdad. Debo confesarlo, pero no puedo, no debo.
Cuando sus ojos se topan con los míos, siento cómo todo mi cuerpo tiembla, y mis pelos se paran; mi pecho se llena de aire, y lo boto todo en un suspiro. Es obvio, no puedo seguir mintiéndome. Yo, Alba Subercaseaux, lo amo.
Llegó la noche. Se arregló para lo que tenía que hacer. Su hermano se casaba esa noche, debía haber estado lista hacía mucho.
Una vez preparada, respiró profundo y salió al lugar donde debía estar hacía más de media hora. Por suerte, ser la hermana del novio era algo que le ayudaba y le daba ventajas en ese sentido. Su madre, obviamente, la había esperado por mucho rato, pero finalmente, con los nervios, se había retirado para no gritar por toda la casa.
Llegó. La ceremonia ya había comenzado. Se sentó cerca de su familia y empezó a escuchar. Los minutos pasaban lentamente y el estómago se le apretaba a medida que se acercaba el momento.
De pronto, todos se pararon para escuchar al sacerdote, quien pronunciaba las palabras más importantes de la noche:
- …Y tú, Alexiel Subercaseaux, ¿La aceptas?
- Sí.
- ¿Alguien, de los presentes, se opone a este enlace?
No se atrevió a hablar. Se apretó el estómago con las manos, tan fuerte que pudo sentir como la sangre corría, humedeciendo su vestido.
Alba comprendió lo que acababa de suceder. Ya no había vuelta atrás. Sólo aceptarlo.
FIN
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