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Juan es médico de los que ya no hay. Para bien y para mal. Conserva ese espíritu sarcástico y tierno, paternalista de viejo doctor de barrio que conoce a los niños por su nombre, como que ayudó a parirlos. Diácono, y bien, en algo semeja a esos curas que bautizaron, confesaron y casaron a todo un pueblo, y los destinos de la gente (muertes, penas, alegrías) son, en cierto modo, también suyos. Es de esos clínicos que preguntan al paciente los síntomas del cuerpo, y los del alma o como se llame. Que auscultan, palpan y huelen a la persona, la miran a los ojos, la escuchan. La mitad de sus consultas particulares no las cobra, o sólo simbólicamente (no falla que regrese a su casa con un pollo vivo o un cerdo regalado y a ver qué hace con él, o medio costal de papas, él que ni cocina mucho). Es capaz de pagar las medicinas que receta. Si no fuera por su plaza privada, estaría en la calle.

Bueno, en la calle está. Para cuando reparó que los hijos que tenía no estaban con él ni su familia tampoco y se dio cuenta que estaba solo era demasiado tarde. Nunca tuvo tiempo, y ahora no tiene chance ni plata, así que mejor así, piensa sin amargura, y quién sabe cómo le hace para no amargarse, solitario, y viviendo cada cosa en cada momento con su ye. Por más que trata no consigue que los problemas de la gente le sean indiferentes.

La parte mala de ser médico a la antigüita es que se cuida pésimo. Los médicos modernos no fuman, consumen drogas conservadoras, van al gimnasio, vigilan aplicadamente su dieta y sus tarjetas de crédito, visten bien, viajan a Europa de paseo, disfrutan los congresos y los mimos materiales de las trasnacionales farmacéuticas, acumulan publicaciones y puntos curriculares. Juan ni currículo actualizado lleva. Su aspecto es muchas veces ruinoso, amarillo. Es, en general, mal médico de sí mismo.

Sin embargo, la frustración no implica tema ni problema para Juan. Conoce sus motivos, y eso lo mantiene motivado. Su desesperación le llega por otros lados, vecina de la indignación y la empatía un poco fatalista con lo que sufren. Una cosa que por modestia no llama ética pero lo es, y que se puso a prueba esa madrugada, apenas asomando el sol, cuando recibió una visita inesperada. Despierto, como casi siempre y entre más viejo más insomne. Pero en la cama, fingiéndose dormir. Y lo que es peor, haciéndose el que sueña. Toc-toc.

¿A estas horas?, se espabiló. Toc-toc-toc. En fin, se puso bata y las pantuflas blancas regaladas. Preguntó quien, no hubo respuesta. Abrió. No reconocía a la mujer gorda y bien peinada. El lunar sobre el labio izquierdo ayudó. “¡Regina!”, pensó, y enseguida:

–¡Regina!

–Puedo pasar –dijo ella, y sin más, Regina entró.

Toda una historia olvidada le vino a Juan como inundación. Lejanos los años de servicios sociales en el hospital civil de San Quintín en las malas rachas por los huracanes, hace más de 20 años. Regina era joven, y Juan, mucho más. Ella encabezaba a un grupo de trabajadoras sexuales que decidieron tomar un curso de salud e higiene con aquel apenas médico casi imberbe, lo que sin querer se volvió también una clase de discusión política, o algo así. Una experiencia. Hasta que surgieron situaciones que no supo manejar, en especial con Regina, quien agradecida le ofrecía varias veces el “servicio” sin cobrar y sin él aceptarlo. Juan se conmocionaba ante esos ofrecimientos prohibidos para él en su calidad de seminarista nato, y los cursos se desfondaron precipitadamente. Muchas vueltas, no una ni dos, ha dado la vida desde entonces. En los primeros tiempos Juan algo iba sabiendo de Regina, que nunca le perdió la estima. Luego se desaparecieron mutuamente animados por el curso de las vidas.

¿De dónde salía este fantasma? ¿Y por qué? ¿Qué hacía Regina en esta parte de la ciudad, sin nada que ver con la de aquel entonces? ¿Cómo consiguió la dirección actual del doctorcito? ¿Seguía en el “oficio”? Qué bola de preguntas tontas.

–Necesitamos su ayuda, doctor –soltó Regina sin preámbulos.

–¿Necesitamos quiénes? –replicó Juan. Ella no se interesó en responder.

–Desde que dijeron que usted era de confianza me acordé que, vaya, seguía siendo el indicado. Y pensé que si usted era la misma persona de antes, claro que le podíamos confiar.

–Un café, ¿no quieres? –más que ofrecer, suplicó Juan, animó a la mujer a tomar asiento en su sala verde, del color de los ojos de Regina y se encaminó a la estufa en la cocina. Ella lo siguió a la cocina con miradas que lo escudriñaban, tratando de descubrir cual habían sido los estragos del paso de los años en el médico.

–Tenemos un herido. No que se vaya a morir, pero está bien golpeado. Y le metieron un balazo en el hombro.

–Momento. ¿Eres Regina, ¿verdad? ¿De qué me estás hablando? ¿Cómo diste conmigo?

–Los compañeros me dieron su dirección.

–¿Qué compañeros? ¿Cuáles compañeros? ¿Compañeros de quien?

Regina lo miró significativamente y luego alrededor, como si pudiera haber cámaras o micrófonos.

–Está torturado. Se peló. Lo escondimos. Los grises y los verdes lo están buscando.

Viendo que preguntar más era inútil, Juan impuso condiciones, el pobre.

–Un café y mientras me visto.

–Sin azúcar. Abajo esperan compañeros en el carro.

–Tengo el mío –dijo él.

–Con todo respeto, nada de su carro, doctor. Lo llevamos, lo traemos de vuelta, así nomás.

–¿Conozco al herido?

Regina lo miró con fingida furia. Juan debía cuidar sus preguntas si era que le interesaban, y no necesariamente, las respuestas....

continuará....

Texto agregado el 29-06-2007, y leído por 89 visitantes. (2 votos)


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