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La tierra que voló con la explosión de la bomba me cegó los ojos. Poco a poco la vista se me ennegreció y los sonidos se me hicieron nulos. Sentí como algunos de mis compañeros se abalanzaban sobre mí, intentando hacerme reaccionar. Sin embargo fue en vano; cuando se dieron cuenta que la situación no mejoraría, se alejaron de aquel lugar donde conocí la muerte.
En las guerras no existe el tiempo, ni tampoco hay lugar para los sentimientos. El hombre queda desnudo de valores y lo único que le importa es defender la propia vida, sin importar las consecuencias.
Luchar, ignorar el miedo y precipitarse contra el enemigo.
Aquella tarde de octubre mi vida llego a su fin. La bomba que explotó a pocos metros de donde me encontraba no me mató, pero si me dejó lo suficientemente inconciente como para que no me diera cuenta de los disparos que se acercaban.
Mis compañeros soldados me dieron por muerto incluso antes de que lo estuviera. El enemigo avanzaba y era necesario reubicarse para lograr un ataque efectivo.
Tan sólo unos minutos más hubieran alcanzado para que mi vida siguiera siendo vivida. Pero no, en la guerra no existe ni un minuto, ni un segundo de ventaja. Todo se precipita hacia la muerte.
Mi fallecimiento fue lento, y permitió que en mi mente reviviera las últimas semanas de mi vida, aquellas que me habían conducido hasta aquel lugar.
Recordé el aviso en la radio. La guerra se había desatado y como buenos ciudadanos debíamos cooperar en ella. Eso significaba, de manera disfrazada, que deberíamos arriesgar y probablemente entregar la vida en los campos de batalla.
No tuve miedo; si de algo estaba orgulloso era de dar mi vida por el país que amaba. Pero nunca me detuve a pensar realmente lo que me esperaba.
La guerra es otra cosa; un mundo paralelo que potencia lo salvaje de los humanos. En el mundo real poco se sabe a lo que se enfrentan los combatientes.
En el regimiento en el que me toco militar todos los hombres me eran desconocidos, pero sentía que estábamos todos conectados por el miedo, la incertidumbre, el horror y la ilusión de sobrevivir.
Si se excluyera la parte del combate, la guerra no seria tan terrible. Cuando no luchábamos, jugábamos a las cartas y bebíamos, pues de esa manera, con alcohol en las venas y la mente distraída, las muertes que provocábamos y observábamos, día a día, nos resultaban menos dolorosas.
Claro que el sueño y la comida eran escasos, pero no existían las preocupaciones ni las rutinas.
Luego de varias semanas el sistema de la guerra nos había superado: el horror y el miedo a la muerte se había desvanecido, ganado por la costumbre que nos había invadido de tal forma que una muerte más se había convertido en eso, uno mas para la fosa común.
Nuestra vida como soldados se había reducido a comer, dormir, jugar a las cartas, matar y tratar de sobrevivir.
Por más cruel y falto de sentido que suene, así es la vida en la guerra.
Cada día que transcurría se convertía en un desafió para cada uno de nosotros. Un desafió que implicaba engañar y esquivar a la muerte.
Durante los combates observe como, uno a uno, mis compañeros morían, y siempre tuve presente que yo podía ser el próximo.
El día de octubre que trajo mi muerte comenzó como todos los días anteriores. A pesar de que estaba soleado el frió nos roía los huesos.
Una vez levantado el campamento emprendimos viaje hacia el norte, en busca de un lugar que nos acercara más al enemigo.
Luego de varias horas de caminata un sonido agudo que corto el aire nos indicó que nos atacaban. Efectiva y rápidamente las explosiones comenzaron: nos atacaban con granadas.
A pesar de que siempre estábamos listos para atacar, aquella vez fue todo inesperado. En unos pocos segundos el regimiento ordenado que caminaba por allí se dispersó como un grupo de temerosas ovejas siendo atacadas por un lobo.
Nunca alcancé a ver desde donde nos atacaban. Ni yo mismo ni todo el regimiento supo contra quienes o que disparar; lo único claro era que había que escapar.
Recordé el fuego que quemaba mis músculos, por un momento sentí que mis piernas se iban a salir de mi cuerpo.
A partir de ese momento todo fue confuso. Una fuerza arrolladora puso fin a mi desesperada carrera.
Deje de ver y oír. Solo sentí el gusto y olor de la tierra que ahora sostenía a mi cuerpo extendido.
En flashes ví algunos rostros apurados que apenas se detuvieron, pero nada podían hacer por mí.
Allí quede, atontado, con el cuerpo entumecido.
Luego fueron los pasos. El enemigo. Después el impacto en mi nuca. La bala en mi cerebro. El sabor a sangre y el olvido.

Texto agregado el 29-06-2007, y leído por 235 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
08-11-2007 Solo estoy en desacuerdo con las guerras en donde NO participan sus creadores (o sea los presidentes) en el frente del primer batallon. No se como siendo mujer escribis como hombre.Mis 5 ekirne
02-07-2007 ¡Muy buen relato! Me hiciste sentir el miedo del momento.***** luna-azul
01-07-2007 todo sucede en guerra que a uno le abate diariasmente e sun texto muy bien colocado todos sus parrafos me gusto felicidades neison
30-06-2007 La guerra, tan lejos de nosotros y a la vuelta de la esquina... Lo más injusto que posee este maldito "arte", es que solo combaten hombres, que en la mayoría de los casos, no tienen ni la menor idea del porque del conflicto, y si la tienen, no la comparten. Una buena idea sería que se batan a duelo los dirigentes, mandatarios, presidentes o primeros ministros, que son los que arrojan la "semilla" en pos de intereses personales. Solo imaginen un duelo a muerte entre Bush y Bin Laden... Se me acaba de ocurrir una historia... Saludos. Entinieblas
29-06-2007 Hay algo que quiero resaltar de este escrito, la forma como se traslada de una imagen cruda, a una cotidiana y viceversa,por ejemplo la manera de matar el tiempo libre jugando a las cartas,contrsta con que hace comun a un regimiento, la enceritumbre el temor o la esperanza de sobrevivir, este estilo la de una marca especial al escrito sin desmerecer, la brillante descripcion de la muerte. me gusto mucho este escrito. zarsas
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