La tazas sucias regadas por todo el cuarto anuncian al que lo visita que las noches son intensas y que los días transcurren sin organización alguna. No me molesten, les dice a todos con la mirada. No hacen falta las palabras cuando los pensamientos se han apoderado de los actos. No me molesten es la divisa, y no me molesten es entendido por todos, así que ya lo han dejado solo, con sus ideas, sus obsesiones, sus ganas de escribir la novela que no ha comenzado aún, y que quizás nunca va a comenzar. En el cuarto en donde vive no hay sala, ni cocina, ni recamara, ni balcón, una sola ventana, una puerta, muchos libros en el suelo, acomodados en columnas que suben sus títulos hasta el techo. Libros y más libros, colocados como murallas que lo protegen del mundo exterior. Murallas eternas. Libros que no serán leídos nunca. Libros y más libros, millones de palabras impresas, pensadas, escritas, empapadas con sangre, hechas con la ilusión de convertirse en premio Nobel… ahora están ahí, acompañando su miseria, la miseria de un loco más, o un loco menos, dependiendo de la perspectiva. La paredes están vacías, ¿con qué las puede adornar?, ¿con las fotos de su familia?, ¿su familia a la que repudia?, ¿fotos de su pasado?, ¿un pasado?, ¿pasado?, ¿ha existido un futuro?, eso lo busca aún; mejor que las paredes queden vacías hasta que encuentre algo para llenarles el hocico y callen sus reproches; que queden calmas por fin y no molesten más cuando los primeros rayos del sol las iluminan y les otorga la fuerza de preguntar “¿qué planes tienes hoy, pobre idiota, qué ideas te pueden dar ganas de vivir sin pensar un solo momento en la muerte?
Se sienta en el viejo escritorio, enorme, con el sabor de los primeros días, cuando aún creía en el poder sus palabras, de sus ideas, cuando pensaba que estaba a punto de escribir la obra de su vida, la única obra quizás, pero magnífica, imponente, casi al azar, como si su destino hubiese sido decidido por los dioses, pero no, ningún dios se tomó la molestia de decidir por él o siquiera de interponerse en su camino y transformar su fracaso en una tragedia. Nada. Está solo. Nadie tiene la culpa de las hojas escritas, inservibles, de la falta de talento, de ideas… la profundidad pornográfica de sus frases en los primeros cuentos fue celebrada por los amigos, que en su ignorancia admiraban el valor descarado de esas ideas abstrusas, divergentes, escritas al pedo, sin forma; imitaciones baratas de un Joyce que nunca existió, de un Proust cursi que se hubiese asqueado con tales comparaciones… esos cuentos le dieron la ilusión de ser un escritor con un mensaje importante que el mundo debería de conocer. Existen millones de mensajes importantes, y no le interesan a nadie. Eso lo descubriría más tarde, quizás demasiado tarde.
Ahora escribe, escribe y escribe, tac tac y toc toc, letra y letra, formas que se transforman en basura, basura que nadie desecha, basura que se pudre en su cuartucho sucio, de cuarta, de pobre diablo, de escritor frustrado, sin ideas, sin novela, sin una historia que contar, sin editorial… ¿pero qué significa no tener editorial?; las editoriales publican cualquier basura, cualquier novela mediocre escrita en alguna isla bananera por un autor con la boca de un lobo, capaz de convencer a la Caperucita Roja de que le entregue el culo… una novela de mierda, pero que se venda, es una gran obra. Las novelas de verdad, las que transforman el canon, toman valor en el futuro, cuando el autor ya ha muerto anónimo, con hambre, sin gloria, mientras los autores exitosos, los mierdas, celebran. El futuro le pertenece a los negados por madre fortuna. Eso piensa Javier, todas las mañanas, cuando se sienta a escribir, tomando el primer café, un poco antes de caer en la depresión diaria, un poquito después de haber cagado. Es su consuelo, no tiene de otra.
Antes de comenzar con la primera palabra observa su reflejo en el pequeño espejo ubicado entre la computadora y una lámpara antigua. Sólo puede mirar el ojo izquierdo, sólo ese ojo, pero es suficiente para descubrir que su sombra ha desparecido.
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