Advertencia: No leer en estado de depresión, podría causar suicidio o una catársis explosiva.
La Vereda de Enfrente
Ella caminaba. Su mirada en el vacío, la lluvia en su cabello. Ajena a la realidad. Se conducía inconscientemente, llevada de la mano por su marido que la miraba con cariño. Pero ella... ella volaba entre recuerdos dulces y hermosos, dejaba que las emociones del pasado inundaran su cuerpo. Así vivía desde hace tiempo, añorando un viejo amor, alimentando su alma con los sentimientos del pasado.
El pequeño paraguas apenas los cubría, por lo que su pareja la apretó más fuerte contra sí, haciendo que sus cuerpos chocaran y que su brazo libre apretara la cintura de su mujer, pero ella no lo sintió, y eso, a él, a él no le importó, acostumbrado a su frialdad. Eran pan de cada día las miradas ausentes, los suspiros desahuciados, pero no se interpondría, esperaba con paciencia a que ella olvidará su pasado y viera un futuro a su lado. Sólo cuando las lágrimas resbalaban por las suaves mejillas de su amada, el las bebía con sus labios, tratando de beber también sus penas, y la apretaba contra si en un intento desesperado por arrancarle ese dolor, por expulsar al forastero de su corazón, o, por lo menos, para poder tomar de él un rincón donde acurrucarse.
Pero como siempre, pasada la tormenta, la frialdad regresaba a la amplia cama matrimonial, ella intentaba en vano ocultar todo el problema, y él, también en vano, intentaba encontrar en su pareja un poco de amor, le susurraba al oído infinitos “te amo”, que parecían no traspasar la bruma en que ella se ocultaba.
Ella ya no sonreía, sólo cuando veía a su pequeña niña corretear, a sus ojos llegaba un brillo fugaz, como un relámpago de vida, que tan rápido como llegaba se marchaba. Tanto se le parecía...
Y aquella lluviosa tarde, como siempre, se repetía la misma escena, el mismo absurdo de cada tarde, cada mañana, cada noche, repetitivo y abismante. El tiempo avanzaba para todos, para ella se estancaba años atrás. La pequeña corría y saltaba de poza en poza, sonreía y cantaba, su voz se oía lejana. Llamaba a su padre, que solícito acudía.
Ella contemplaba el cemento bajo sus pies, mojado por la lluvia, recordando tardes de lluvia junto al calor del pecho amado, el olor a humedad se le anudó en la garganta, y el ya habitual ardor acudió a sus ojos. Atajó las lágrimas alzando la mirada hacia la realidad. Pero fue lo peor que podría haber hecho...
En la vereda de enfrente, con su parca de siempre y sin paraguas, un par de ojos negros le devolvían la mirada, con la intensidad y fulgor que sólo ellos le entregaban. Como siempre, como si el reloj del tiempo se hubiese averiado, el dueño de los ojos le sonreía anhelante, con nostalgia y amor a flor de piel, y como siempre, deseó correr a sus brazos y compartir el agua de lluvia de sus cabellos. Pero, cuando se disponía a cruzar a su encuentro, se sintió nuevamente aprisionada por la cintura como un cable a tierra, los ojos negros se abrieron de golpe, y ella contuvo el torbellino en su interior para regalarle una mirada de profunda resignación partiendo en mil pedazos un ajeno corazón.
El mundo se detuvo para ellos, en un abismo entre la duda y la emoción, pero ella, acostumbrada, negó levemente con la mirada clavada a sus pies, y con este simple gesto les bastó para quebrarse.
En la vereda de enfrente a un hombre le temblaron las manos y se le agigantaron los ojos. Ella se entregó al abrazo y se dejó arrastrar con suavidad por su marido, que, ajeno a cuanto había acontecido, la llevó consigo a la triste realidad.
Tras unos cuantos pasos, ella se volteó para encontrar una vereda fría y solitaria que se clavó para siempre en su alma y en su corazón.
|