Algunos ratones escapan a los pasos del muchacho. La radio está encendida. Las voces salen de la radio, hay otras voces más tenues también. Las voces que lo guían salen de la radio; el psicólogo ha intervenido las emisiones radiales. El muchacho usa zapatos, son negros, no están lustrados pero están presentables. Las voces nunca se apagan, hablan continuamente, siempre tienen algo para decir, para agregar, para comentar, son como un gran grupo de extasiados observadores que no pueden detener sus bocas. En el sótano hay muchas cajas, son de cartón, y están llenas de revistas, libros, maderas rotas; botellas, teléfonos, televisores, radios viejas; prendas de vestir, casetes de video, de música; una computadora con un monitor, herramientas de carpintería, algunos muñecos, juguetes; trofeos, chapas, cuadros, fotos. Las voces son conversaciones, conversaciones que aluden al muchacho, le dicen como moverse, se burlan de él, le exigen. Busca dentro de las cajas, hurguetea un poco, las voces le indican que no se detenga, mira, remueve cosas, vuelve a mirar. Esta ahí dentro, dice una voz. Remueve unas cosas mas, para un costado, hacia el otro costado, mete la mano hacia el fondo, saca un casco. El casco es de guerra, auténtico. Las voces de la radio festejan, lo celebran.
Sonríe, se coloca el casco. Se mira en un espejo que hay en la pared del fondo. Las voces han sido reemplazadas por una canción, es una melodía festiva. El muchacho tiene los dientes amarillos, y los dientes amarillos sonríen, tiene una barba a medio crecer, parece un montón de diminutas cañas negras sobre su piel. Suda, tiene la frente empapada, y le chorrean líneas de líquido por la cara. Está poseído por una alegría que lo arrebata desde los pies hacia arriba, le bate en el pecho, le bulle en el pecho, le exacerba los sentidos, las emociones que se revuelven al ritmo de la música que suena.
En el sótano hace mucho calor, el aire está estancado, no se mueve, es un bloque sólido de gas caliente. Su chomba roja tiene marcas oscuras de sudor bajo las axilas, también en el pecho. La música termina, las voces le indican que siga buscando. Donde antes se batía la alegría ahora se revuelve una angustia que lo recorre. Las voces le piden que busque, bien adentro de la caja. Él hurguetea. Con el casco en la cabeza revuelve más profundo en la caja, saca una camisa verde, un pantalón verde. Busca un poco más, revolea cosas afuera de la caja. Cuando termina sube por la escalera que conduce afuera del sotano.
En el living prende el televisor, introduce un video en la reproductora. Se sienta sobre un almohadón, en el piso. Empieza a escucharse el audio de la película, son tiros, suena una marcha, las imágenes son de soldados. El hombre se acomoda sobre su trasero, tiene los ojos bien abiertos, el rostro tenso. El ventilador de techo gira, sobre la cabeza, hace el sonido de un aparato destartalado. Sobre el parquet, en los rincones, cruzan cucarachas; sobre la mesa las hormigas invaden unas facturas viejas.
Observa la película, una sensación se apodera de él, siente que su cuerpo se extiende, en una simbiosis, con uno de los personajes. Él es el personaje, puede sentirlo. Siente que su cuerpo está unido a las acciones de la película por una sensación transparente, una especie de aura que los une, que une al personaje en la pantalla con su cuerpo sentado sobre el almohadón. Su cuerpo está desmembrado, se siente cómodo, sentado casi en el piso, otra parte de él, siente las emociones que atraviesan al hombre de la película. El hombre es un soldado, está combatiendo, en el barro, cayendo de trinchera en trinchera, en un intento de avanzar hacia algún lado.
La luz está apagada pero entra claridad a través de las ventanas. Se levanta, camina hacia la heladera y toma un pote de queso untable. Las voces le gritan. Ahora las voces salen de la radio, del televisor, y hay más voces que parecen venir desde el vacío. Sentado frente a la televisión come el queso con una cuchara. La pantalla cambia de intensidades luminosas, esto se refleja en la cara del muchacho. Su sonrisa se dibuja bajo la sombra que el casco le produce en la cara. El sudor le ha formado un caldo sobre la piel, bajo la camisa militar; los pantalones tienen manchas, húmedas. Las voces ahora conversan con él y el contesta, ellas lo inquieren y el contesta. Él sigue mirando la película. Los ojos abiertos, redondos, las cejas levantadas. Las voces han pasado de inquirirlo ha hostigarlo, siempre pasa los mismo, las conversaciones son el un principio amables, casi cariñosas, después cambian. El queso untable, que entra a cucharadas en su boca, le deja la comisura de los labios manchados. Se pasa la lengua.
Las voces lo insultan. Se burlan de él. Lo amedrentan.
El intenta seguir prestando atención a la película, mantener ese estado simbiótico con el personaje, pero lo insultos son graves, extremos. El personaje de la película parecería poder percibir las agresiones, y ahora la sensación de opresión se multiplica. El soldado cae al piso, un grupo de enemigos lo aporrean, lo golpean con las armas, con patadas, lo revuelcan por el fango, y de la radio, y las voces del vacío, gritan barbaridades, y lo instigan a reaccionar. El muchacho se siente aturdido, escucha un zumbido agudo y las fosas nasales parecen habérsele contraído. El soldado sigue siendo maltratado y el muchacho puede sentir los golpes, las agresiones en su cuerpo, sin embargo, una parte de él es conciente de que está sentado en un almohadón casi sobre el piso. Cada vez que toma conciencia de eso lograr tranquilizarse, estabilizar sus emociones.
El zumbido es insoportable, las voces son muchas voces, sobrepuestas. Se insultan entre ellas inclusive. El televisor se apaga, la radio también, solo una voz continúa hablando. Es una voz que habla en un tono grave, profundo y calmo, como si lo estuviese hipnotizando. El muchacho siente su cuerpo estremecerse de terror, es la voz del psicólogo.
Se para y abandona la casa. Afuera, todos lo miran, dobla en la esquina y se dirige al subte.
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