I
CON EL BEBE
El bebé que quiere jugar tiene la mirada puesta en mí constantemente. Para entretenerlo, vacilo entre ser espontáneo -y alguna vez sentirme caer en el ridículo- o estudiar mis movimientos y mi voz para desempeñar el rol con profesionalismo, como si fuera del oficio.
Pronto compruebo que el bebé se divierte con cualquier cosa. Pero pasa del asombro a la risa, y de ésta al llanto inminente con suma rapidez. Me doy cuenta que, a pesar de mis mejores intenciones, más que entretenerlo, lo confundo. Soy demasiadas “cualquier cosa” juntas.
II
VERANO DEL 67
a A. L.
Ese día tomaba yo sol a un costado de la parte baja de la pileta. Algunos niños rondaban sin molestar demasiado, y aprovechaba el aislamiento para leer algunos trabajosos relatos de Kafka. En esa época me había entusiasmado con La Condena, y como estaba escribiendo mis primeros cuentos, vivía como propio el mundo irreal de esas elucubraciones que repercutirían en mis ideas, en mis precarias construcciones futuras.
Un niño se acercó de pronto desde un camino lateral y comenzó a jugar a mi lado. Silenciosamente, como respetando un tácito pacto de silencio. Traía un autito, o un avión, y creo -no recuerdo bien- que estaba armando, o quería arreglar un barrilete. Aparentaba unos tres años de edad; bien plantado, robusto, de ojos muy marrones, tenía la tez quemada por un sol extranjero. En esa época no era muy común ver gente tostada en las playas del Brasil.
- ¿Vos sabés armar barriletes?- me preguntó. Su voz surgía algo ronca, casi a la misma altura, él sentado y yo acostado. Nos miramos por primera vez cuando alcé el libro para hacerme sombra en la cara.
- Nunca hice un barrilete; es más, no sé cómo se hacen- le contesté con el mismo tono. Luego seguí, como quien empieza a escribir un relato: - Me aburre hacer barriletes, es más, odio los barriletes. Y la gente que corre tras ellos sosteniendo un piolín y mirando siempre para arriba, me parece muy estúpida-. Estaba muy, digamos, “literario” en esa época. Probablemente aún no había salido de la adolescencia tardía. En cuanto terminé, me arrepentí de lo que había dicho. Aclaro: No de haberlo dicho, sino de habérselo dicho a él. Pero ya no había manera de arreglarlo, excepto que...
Él permanecía muy quieto, como ausente, con la cabeza gacha, las manos entre las piernas reparando o conduciendo algún juguete que yo no alcanzaba a ver. Los labios fruncidos balbuceaban algún diálogo interior y los párpados pestañeaban con salvas intermitentes de veloz ritmo.
-¡Qué lastima!- expresó en su media lengua-. Si vos me armás un barrilete, yo puedo ser tu amigo- y levantó los ojos hacia mi sombreada cara, dándome a entender que ésa era mi última oportunidad.
- ¿Para qué querés un barrilete, si aquí no hay nada de viento? ¿Cómo lo haríamos volar, eh? Decime vos... -. Yo intentaba ampliar el diálogo, y derivarlo hacia otro plano, más llano y accesible. Entonces, ofrecí - : ¿Querés que te haga un barco? Mirá, en la pileta casi no hay nadie y podrías hacerlo navegar sin problemas...
- Puede ser- me contestó, estirando mucho la última palabra. En ese momento escuché una voz femenina que llamaba desde la otra punta de la pileta:- ¡A...! ¡A...!-. Una mujer con una niña pequeña de la mano parecía reclamarlo. Él levantó la mirada, pero no contestó ni se movió.
- ¿Así que te llamás A...?-. Mi voz sonó en falsete, como cargada de ironía pero sin querer serlo; algo estúpida en definitiva. Inmediatamente me arrepentí de la pregunta y me mordí con fuerza el labio . Volví al libro, pues estaba convencido de haberlo arruinado definitivamente.
- ¿Y vos, querés ser mi amigo si te cambio el barrilete por el barco?- ofreció él, incorporándose con un solo movimiento sobre sus gruesas piernas. Ahora me miraba desde arriba. Se acercó bamboleándose, y me estiró una mano, blanda pero firme, generosamente infantil.
-Yo soy T...- le respondí, estrechándosela formalmente-. Podríamos ser amigos, si te parece.
- Me tengo que ir; parece que mi mamá quiere ir a almorzar.
Por la tarde volvimos a reunirnos en el mismo sitio de la pileta, alejados del mundanal ruido. Con mi escasa habilidad manual había construido un barco, con una hoja de papel bastante gruesa.
- No tiene bandera- observó él, mirándolo por los cuatro costados. No parecía decidido a aceptarlo. El cambio no terminaba de convencerlo.
- En la pileta no necesita bandera; pero le podés poner esto en una esquina- y le ofrecí una ramita de un arbusto, con tres hojitas horizontales en la punta. Le gustó la idea y se sonrió, satisfecho. Yo tomaba sol boca arriba, y él no se sentía cómodo, trabajando sentado en el piso. Se incorporó a medias y pidió permiso para instalarse encima de mí.
- Esperá que me doy vuelta- solicité, pues no impresionaba demasiado liviano, y luego se acomodó sobre mis riñones. No resultaba excesiva la presión, y él terminó de insertar el palito en el barco y estirar todos sus ángulos.
- ¿Así está bien?- preguntó, agachándose como quien busca algo por debajo de la cama. Volví la cabeza sin moverme demasiado, para mantener firme el asiento, y di mi visto bueno:
- Andá a probarlo, ahora-. Se incorporó inclinando levemente el tronco hacia adelante y se acercó al borde del agua. Alguien se zambulló con estrépito muy cerca de nosotros, salpicando para todos lados. Cuando volvió a arrimarse al borde, la voz femenina lo llamó otra vez, pero ahora con ansiedad. Él me buscó con ojos interrogantes, y entonces salí en su defensa, haciéndome cargo de la necesaria vigilancia.
La tarde transcurría plácidamente, y la cosa parecía marchar con la necesaria fluidez. Yo ya había aprendido a no estropearla. O creía saberlo.
El barco navegó un rato, y luego se hundió. O se desparramó en la superficie del agua; ya no lo recuerdo.
De lo que sí me acuerdo es que durante ese verano yo terminaba de escribir uno de mis primeros cuentos, relacionado con la música.
Y esa tarde, cuando bajó un poco el sol, la madre de A... vino a buscarme para ir al golf. Jugamos media vuelta de nueve hoyos, y él nos acompañó. Caminaba a mi lado, y me hablaba todo el tiempo.
No parecía muy interesado en el juego. Creo que ya éramos amigos.
El mes de febrero transcurría con calurosa parsimonia en ese verano del 67.
Yo leía y escribía; me bañaba en la pileta y jugaba al golf de vez en cuando. Y de cuando en cuando, sin muchas ganas, estudiaba.
Y con A..., platicábamos. El diálogo surgía con facilidad, sin apremios ni silencios molestos, y lo dejábamos correr.
Un día me quedé solo en la casa paterna, y lo invité a almorzar. Cuando fui a buscarlo, cerca del mediodía, me estaba esperando en la puerta de su casa, muy apuesto con su ropa y su peinado. El tiempo estaba fresco, y aunque muy nublado, no parecía que fuera a llover. Llegamos y nos acomodamos en la cocina. Le ofrecí música; creo que escuchamos a Schumann en el tocadiscos. El piano de las Escenas Infantiles deslizaba sus notas allá en el living, y nosotros conversábamos sentados en los bancos de la cocina, mientras los bifes sobre la plancha inundaban el ambiente con un humo muy espeso. Creo que había también alguna papa hervida y ensalada de lechuga y tomates. De postre comimos fruta, y el resto de un flan casero que encontramos en la heladera. Él me comentó su preocupación por la cercanía del fin del verano. No le gustaba la vida en la gran ciudad, y prefería el ambiente tranquilo de este lugar.
Yo debía regresar pronto a Buenos Aires para preparar a fondo la materia de examen. Se acercaban días de diez o doce horas diarias de estudio. Cuando se lo anuncié, creyó que ya no nos volveríamos a ver.
-No, eso no es definitivo. Los fines de semana yo suelo venir por aquí. No todos, pero algunos, sí- respondí, garantizando un mínimo de continuidad. Él inclinó la cabeza, y luego la mirada hacia el suelo; parecía súbitamente triste, o se estaba durmiendo, y le ofrecí emprender el regreso.
Lo cargué sobre mis hombros, y ya sin hablar, lo llevé hasta su casa.
III
ENCUENTRO CON ÁNGELES
Después sabría el doctor M que a la salida de la óptica donde había cambiado el cristal rajado de una lente, lo estaba esperando lo mejor de ese día., concentrado en diez o doce minutos de un sorpresivo encuentro.
El sol fuerte lo deslumbra y busca la sombra de la vereda opuesta. Cruza la calle, y allí nomás, se topa con la pareja, madre e hija, cochecito de por medio. Saludo formal, y la señora asiente preguntando:
-¿Sabe, doc, que lo andaba buscando?- y estaciona el cochecito a la sombra.
-¿Ah...si? Pues ya me has encontrado-. Y el doctor mira hacia abajo, solicitado por un tironeo en los pantalones. Se agacha y...
-¡Hola, preciosa!... ¿Qué dice la niña más bonita de estos pagos?- y le toma las manitas. Ella lo recibe a los saltos, agitando brazos y piernas y sacudiendo al cochecito.
-¿Qué, qué me está diciendo usted, si es lo más parecido que he visto a un ángel caído del cielo?- y el doctor sonríe y le hace morisquetas a la niña, que, encantada, se excita y balbucea, produciendo globitos con los labios, para luego emitir una lluvia fina hacia él, que entrecierra los ojos, sin alejarse. Entretanto, allá arriba, la señora hurga en un enorme bolso con nervioso gesto. Extrae finalmente una libreta de tapas verdes y estira el brazo hacia abajo.
-¡Tome, y fíjese, doc! ¡Dígame, por favor, si le está faltando a Angélica alguna vacuna!-y golpea suavemente en el hombro del doctor, que mantiene aún el diálogo con la niña. Como éste no se interrumpe allá abajo, la señora piensa, con razón, que se ha quedado afuera, y teme que el galeno la haya olvidado.
-¡Oiga, doc! ¡Déje por favor ya de jugar, y fíjese en lo que le pido. Por favor, doc, que ando medio apurada...
-¿Ahhhh, sí?- Y el doctor se coloca los lentes flamantes, mientras que la niña aprovecha el descuido y toma el estuche del bolsillo de su camisa. Golpea con él en el borde del cochecito, como probando su contextura, para luego llevárselo a la boca con voracidad infantil y tironear del suave cuero del estuche con los dientitos apretados.
-¡Pero....mire lo que le está dejando hacer a la chica!- y la señora se agacha para quitarle el estuche de la boca. El doctor le toma la mano, frustrando así la trayectoria inflexible, y ella parece enojarse.
-¡Dígame, doc...¿usted, no tiene todavía nietitos para jugar?
-Ni falta que me hacen....¿No ves?- La rápida respuesta surge mientras él hojea la libreta. La niña sacude los bracitos y, ahora armada, aporrea con intermitencia a ambos con el cuero humedecido. La madre, aprovechando el descuido, y le quita el estuche, devolviéndolo con enérgico e irritado gesto al bolsillo de la camisa del doctor. La niña se estira con esmero, intentando recuperarlo.
-Sí, señorita, ya estoy con usted- agrega él, al verla gesticular con viveza. Luego se pone de pie y devuelve la libreta -: Ya pasó el año y medio...No, no le falta ninguna vacuna-. Y desde abajo tironean con insistencia, cuando el doctor regresa a la planta baja.
-Sí, bonita, ¿qué le anda faltando? , ¿qué...? Pero si le han quitado ese rico estuche....-y toma entre los dedos los castaños rulos que caen sobre los hombros en suave cascada, y los deja pasar con delicado gesto.
-Ni se le ocurra dárselo de nuevo, doc- llega la orden terminante del primer piso. Él abandona el pelo y baja por el borde del cuello, por los hombros y los brazos menudos. Luego, bruscamente, se desvía hacia el centro y hurga con dos dedos, despertándole una crisis de risas y carcajadas a la niña, que se revuelve, enloquecida por las cosquillas y busca con las manitos apartar los dedos traviesos del doctor..
-Doooccc, pare un poco... ¿Sabe? Ahora que me acuerdo, Angélica no está caminando bien...Me parece que se le cruzan los piecitos...
-Así que se te cruzan los pies, preciosa? ¿Ya estás para la pasarela?- Y la niña agita las manos sobre su cara, buscando alzarse ahora con los lentes. El doctor baja hasta los piecitos calzados y le quita las zapatillas.
-¿Pero qué está haciendo, doc? No ve que ando apuradísima...
-No lo parece. Esto más bien me impresiona como una consulta anual completa- y toma entre los dedos los pies de la niña, que no para de balancearse, gesticular y balbucear una primitiva canción.
-Parecés muy divertida, vos...¡A ver!- Y el doctor compara las líneas y planos, juntándole los pies-. Sí, creo que tiene la piernita derecha algo desviada...Pero todavía hay tiempo...Me parece-. Se incorpora y enfrenta otra vez a la mamá, que ciertamente, sin duda alguna, es el origen de la belleza y la gracia de Angélica. Entrecerrando los ojos para evitar la luz excesiva, sugiere:
-Podrías cruzarle las zapatillas...Al principio eso sirve. Las puntas apuntan hacia fuera y no se le cruzan los pies...
-Pero va a parecer un mamarracho-. Ella frunce el ceño. Ahora tiene la certeza de que no la están tomando en serio.
-Esta niña nunca va a parecer un mamarracho, ¿eh, doña? Se lo dice un viejo conocedor... Y vaya sujetando el picazo, m’hija, y haga lo que le estoy diciendo- y el doctor desvía la mirada para observar las hermosas piernas de ella, que no tarda en responder:
-No, yo no soy la chueca. Habrá salido así a la familia del padre. Mi suegra tiene las piernas torcidas- y se le escapa una franca sonrisa.
-Claro, cómo no, si siempre...
-¿Sabe, doc, que hoy lo encuentro medio tonto?- Y luego ella hace una mueca y un gesto para cubrirse la boca. Pero el exabrupto ya está en el aire.
-Medio tonto si me miran con un solo ojo, estimada- y nuevamente la abandona, solicitado desde abajo por menudos tirones en el pantalón.
-Vos no eras así de linda, de chica, cuando te atendía en mis primeros años aquí... Las generaciones van mejorando- chucéa hacia arriba él, mientras juega allá abajo con las manitos y los bucles de Angélica.
-Y que usted lo diga... ¿Sabe que me parece que hoy no le creo ni una sola palabra de lo que dice?
-Objetivo logrado, querida señora- y el doctor larga una carcajada.. Besa a la niña, se incorpora, luego a la madre y se despide:
-Así, vuelven al consultorio y hacemos las cosas como corresponde...Y percentilamos a Angélica, la niña más...
Pero ya la madre se aleja empujando el cochito. La mirada del doctor se complace en permanecer fija en su estupenda figura, cuando de golpe se desprenden del costado del cochecito un abundante mechón de rulos castaños y un bracito gordo y rosado, que culmina en una manito que se agita con intermitencia, saludando como al descuido.... Y él se queda allí, irremediablemente prendido a la última imagen, que desaparece finalmente en la equina.
“Encima me pagan para que les dedique unos minutos” El doctor M sonríe para sí, se vuelve y camina lentamente hacia el automóvil.
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