AYER, HOY Y MAÑANA
Epilejoremor
—¿Por qué te hiciste sacerdote? –con severidad afable, ternura disfrazada de reproche, lo increpó.
—Por ti, ¿no querías acaso que estudiara?, para ser más digno de ti.
—¡Tonto!
Fue la primera, pero también la última vez que le riñó en cuarenta años.
AYER
El Xíhuetl era un club de excursionistas pobres, casi todos ellos obreros de La Fundición, que quincenalmente recorrían las cordilleras circundantes al Valle de México sin excluir El Popo y El Ixta, pero éstos, por su lejanía reflejada en el costo, sólo eran visitados el Día de la Raza; ascender a cualquiera de los gigantes equivalía a graduarse como excursionista de verdad. Él llevaba un par de años participando de la cotidianidad de los ascensos al Telapón, el Ajusco, el San Miguel, Las Cruces y demás ya conocidas cumbres, hasta se había ganado su lugar especial entre los veteranos.
Un par de veces al año, cuando mucho, El Xíhuetl echaba la casa por la ventana y organizaban paseos masivos que incluían a los miembros de todas las familias y además, en esas ocasiones, se abrían a la participación de familias ajenas al club, pero cercanas a alguno de sus miembros. Blanca pertenecía a una de ellas y por primera vez iba a uno de estos paseos, nunca antes o después asistió a una verdadera excursión.
Como si el destino existiera, se conocieron el día en que ambos cumplieron diez años; aquel domingo que fueron a pasear a las grutas de Cacahuamilpa con sus padres, hermanos, y demás caminantes que integraban el club ampliado. Él era pequeño, flaco, chato y renegrido; ella, por lo contrario, alta, robusta, aguileña y blanca, casi rubia. No se gustaron.
—¡Ay qué niño tan prieto y tan horrible!, parece chango, ¡y con ese calzonzote de manta!
—¡Qué güereja tan rara!, con esas narizotas, esos ojos bailarines y ese camisón de tantos colores, parece cotorra, ¡pero de las feas!
Fue a las cinco de una mañana fría de la vieja Tacubaya, sobre la plazoleta empedrada y fangosa, semicercada por soportales decadentes, justo frente al Montealbán, el cabaret preferido por los obreros de Materiales de Guerra. Desagrado o rechazo a primera vista, minutos antes de abordar el enlonado camión de redilas, el carcamal rentado para esos paseos familiares. Pero sólo una hora más tarde, cuando el armatoste tosía con trabajos por el esfuerzo de trepar la angosta y empinada carretera para abandonar el valle antes de enfilarse a Cuernavaca, ella sonreía cazándole con avidez los ojillos cafés, al tiempo que su axila y ebúrneo brazo izquierdos entibiaban los huesudos hombros del niño tan prieto y tan horrible.
En menos de una hora cambiaron de opinión para siempre. Y es que él, en cuanto se puso en marcha el camión, asumió el papel que los excursionistas veteranos le habían asignado desde los primeros ascensos cuando su padre lo llevó al grupo: animador oficial –"¿asignaron?, ¡mangos!, me lo gané"-. Ella, boquiabierta al principio, en seguida asumió el papel de su más entusiasta seguidora.
–Estando la monja enferma su testamento escribió- Introdujo él uno de los himnos del Xíhuetl, induciendo la pronta y pícara respuesta coral de los veteranos, los iniciados, entre los cuales ella no se contaba.
Seducida, y ya ajena a su fealdad, la niña pensaba: "lástima que no me la sé; ¡qué niño tan simpático y alegre!, y ¡cómo lo obedecen!" Él parecía adivinar parte de ese pensamiento: "¡qué güereja tan abusada!" En una de las pocas ocasiones que hablaron durante el trayecto, pues no cesaban de cantar, por tercera ocasión, él preguntó:
—¿Cómo dijiste que te llamas?
—¿Otra vez?, ¡Blanca!; cómo yo sí me aprendí tu nombre, ¿eh?
Al atardecer, cuando en simples calzoncillos chapoteaban en la corriente del San Jerónimo, río que esculpió la caverna, sus prodigios calcáreos, y mana al pie de ella por dos impresionantes bocas, ya se tenían tanta confianza e intimidad que él confesó no saber nadar –"¿me enseñas?"-, y ella demandó "¡ya me anda!, ¿si me orinara en el río se darían cuenta los demás?". Esa intimidad comenzó cuando descubrieron, durante el recorrido por la gruta, que sentían la misma fascinación y respeto por lo que era capaz de hacer la naturaleza. Al salir iban de la mano.
Así, en ese tipo de infrecuentes paseos comenzaron a conocerse y, como la niñez y la pureza, a ser inseparables; igual que lo fueron durante las raras ocasiones en que sus padres intercambiaron iniciativas para reunirse en sencillas, magras, pero sumamente afectivas y sabrosas cenas familiares. Sólo que a Ximena, la agraciada madre de Blanca, no le gustaba su devoción por ese niño tan feo.
–¿Qué tiene de malo, mami? Sí, es feo, ¡pero vieras qué bueno, qué alegre y qué inteligente! Blanca, conciliadora, defendiéndole.
Ella era la inteligente. No era casual que emitiera opiniones precoces respecto a las costumbres sociales y religiosas de la época, que mostrara sin ostentación lo mucho que leía de historia y ciencia, y que sobresaliera su don de gentes en los grupos donde participaba; pero lo más notable era su sentido de madura responsabilidad ya que, debido a lo frecuente de las preñeces de Ximena, durante las cuarentenas asumía el papel de madre sustituta para beneficio de sus hermanos, pues los educaba mejor que su progenitora. También papá resultaba favorecido, pues lo atendía como príncipe, aparte de ser excelente cocinera.
En relación a la edad él tenía dos años de atraso en la primaria, leía lo que cualquier niño en las mismas circunstancias, poco; y, fuera del Xíhuetl donde tenía brillo propio, parecía pertinaz en un esfuerzo por no sobresalir. En casa no era diferente a sus hermanos: bueno a secas.
Cuando Blanca estaba por ingresar a secundaria, le reveló que ya había comenzado a estudiar física y astronomía.
–¡Cómo!, si te faltan secundaria y Prepa –él, con cariñosa y sincera admiración.
–Pues sí, pero tuve que empezar mucho antes, desde las vacaciones, para poder explicarte todo. Eres muy preguntón –ella, entregada sin reservas.
Consultando los tomos enciclopédicos que aún no habían sido hurtados de la mal atendida biblioteca de Tacubaya, Blanca solía fundamentar sus nociones para luego compartirlas con candidez exenta de alarde.
—Blanca: ¿tú crees que el mundo de veras es infinito?
—¡Claro!, porque nunca se termina, ¿o sí?; y si nunca termina, pues, nunca empezó; es infinito de grande pero también eterno de tiempo. Además, tú te refieres al universo, no al mundo, porque el mundo es nuestro planeta y la tierra es finita.
—¿Finita?, ¡y eso qué tiene que ver!; si se ve que es bien gruesa...
—¡Retonto!
Cuando ella ingresó a la facultad de ciencias, becada por la universidad en reconocimiento a su brillantez, él decidió que al menos terminaría la secundaria antes de ponerse a trabajar. Ese año casi no se habían visto, excepto cuando vacacionaron en casa de sus padrinos de bautizo, que el destino, como si existiera, les había deparado en común.
Fueron tres semanas mágicas en San Rafael, el caserío de la fábrica de celulosa, moño multicolor que engalana la cabellera de La mujer dormida. Noches tratando de predecir el sitio y la silueta efímera del próximo relámpago; cantando a coro con los grillos que, envueltos en la oscuridad, salutan el aguacero; descifrando las claves Morse del granizo y de los goterones sobre el techo de lámina, que en poco tiempo dejaron de ser secretas para ellos; glosando el rielar de una triunfante luna, después del aguacero, en la mar de los pinos empapados. Cumplían siete años de mutua devoción.
–¿Mañana temprano me llevas al monte?, vamos a buscar hongos para cocinárselos a mi madrina –propuso Blanca, después de cavilar en qué forma podrían estar solos, a dos días del regreso conjunto a la cotidianidad del barrio.
–No los conocemos, nos podríamos envenenar.
–¿Ya ves?, y luego me preguntas por qué te tonteo.
Nunca tuvo respecto a ella los pensamientos carnales del niño o el mozo, tampoco sabía cómo idealizarla, pero era algo cercano a la pureza y perfección. Blanca, en cambio, percibía con certidumbre haber encontrado a su pareja y lo animaba a superarse porque no tenía dudas de que era capaz de todo, por ella.
Diferentes los jóvenes de la época, pero con naturalidad compartida, nunca sintieron necesidad de usar la palabra amor; y no hubo vez que se besaran o acariciaran, aunque llegaron a anhelarlo en los largos periodos sin verse, sólo entonces, porque cuando estaban juntos eso era prescindible. Pero nadie recuerda haberlos visto sin estar tomados de la mano, o sin un brazo de ella sobre los hombros tercamente escuálidos de él; y más de una vez, sin premeditación, él llegó a rodearla por el talle y a inhalar su alucinador aliento. Ya adulto despertó varias veces aspirando ese efluvio que no sabía descifrar, "sintiendo el calor y suavidad de tu cuerpo que es, cómo no voy a saberlo, continuidad de mío".
Dos años después de terminar la secundaria se sintió obligado a ingresar a preparatoria, más que nada por el ejemplo de ella quien, siendo la mejor estudiante de física del país –"nada de lo que he logrado es extraordinario, tú también puedes si te lo propones"–, aseguró beca para continuar sus estudios de Gravitación, en Alemania.
Durante esa ausencia se escribieron, pero él no le participó que había ingresado al seminario Nuestra Señora de la Luz. La verdad es que ni él mismo se veía como futuro sacerdote, y sólo se decidió porque lo convencieron, no con los consabidos argumentos religiosos "Jesús es amor, humildad, alegría, y te llama a que lo imites", sino con el ofrecimiento de subvencionar sus estudios: "no te preocupes, Él proveerá"; de otra forma no hubiera podido complacerla.
Cumplían treinta y cinco años cuando Blanca regresó después de una larga estancia científica en Rusia. Él acababa de recibir los hábitos y, en la víspera de ello, había ensoñado que era a Blanca a quien estrecharía, sólo que durante la consagración fue tan real, que revivió el calor de su presencia y descifró el misterio de aquel efluvio –"¡al fin lo sé!, ella encarna el aliento divino"–. Ese mismo año lo convocó el Vaticano y él, consciente de lo mucho que debía al clero, se dispuso a pagar, "con creces si es necesario", la deuda que tanto le pesaba; se fue a Roma.
Pero eso fue ayer.
HOY
–... de tu vientre, Jesús,
–Santa María, Madre de Dios, ruega por noso...
El monótono y automático coral de familiares y amigos, rezando el Rosario, les obligaba a sofrenar el diálogo íntimo, iniciado por ella horas antes.
–... ¡más que tonto! Claro que estoy feliz de que estudiaste, pero para mí habría sido lo mismo si no lo hubieras hecho. ¿Por qué no me escribiste informándome de tu deseo de hacerte cura? Hubiera venido a platicar contigo todo lo que fuera necesario, como hoy; además, bien lo sabes, habría respetado cualquier decisión que tomaras. ¿Y por qué, cuando me nominaron a la Academia de Ciencias, fuiste a felicitarme vestido de secular y no mencionaste que eras clérigo?
–No deseaba ser cura, deseaba estudiar, y a lo mejor después ganarme la vida como profesor. En cuanto a la ropa, fuera del trabajo siempre visto de civil, no me gusta el uniforme. Y no te mencioné mi profesión porque no se me ocurrió; me impresionas tanto –esa vez fueron tus teorías–, que olvido lo que soy.
–¿Por qué permitiste que te abrazara como siempre y me abrazaste, como nunca?
–Porque acababa de descubrir que la Verdad siempre has sido tú; porque me lo confirmaste con tu presencia y sabiduría.
–La verdad no existe, ni siquiera la científica. Lo que expuse sólo intenta explicar la estabilidad de los planetas. Podemos ver y medir la luz, pero nadie ha visto ni medido mis gravitones. Incluso tu interpretación, por más que causó risas, no es muy diferente de la mía, es como dijiste: "por cada cosa nueva que descubramos o inventemos, Dios, en su infinita pedagogía, nos planteará nuevos retos". Pero, ¿por qué te marchaste a Roma sin que habláramos? Tuve que enterarme, por boca de mi madre, que te premiaban con el cargo de secretario particular del Cardenal Gadoy. Ella, por primera vez, estaba feliz de nuestra relación.
–Me alegra. ¿Pero acaso alguna vez nos hemos dicho adiós? No, porque sabemos que jamás podrá haber disyunción entre nosotros, aun distantes.
–Ya lo sé; pero no te dije que "sin despedirte", dije "sin que habláramos". De ti y de mí como ahora, mas no del sacerdote o la científica, sino de la pareja y su futuro. Sabes que somos pareja y que nuestro destino es seguir juntos, lo sé, siempre lo hemos sabido. Aunque yo sea física, y tú sacerdote, nada cambia, seguimos siendo tú y yo. ¿Alguna vez he dicho cuánto te quiero o tú a mí?, ¿alguna vez ha sido necesario?, no; siempre has sabido que, para mí, representas más que la ciencia. Además, durante todo el tiempo que estuviste en Roma y nos escribimos, jamás diste muestra de renunciar a lo nuestro, porque lo nuestro es irrenunciable, ¿o sí?, por lo menos debió haber sido irrenunciable, ¿verdad?
–Verdad. Eres más que mi fe y que nuestro Dios; cuando creí abrazar al Señor descubrí que te estaba abrazando, y cuando imaginé inhalar su soplo estaba absorbiendo tu aliento. Sólo a ti me sería imposible renunciar.
—¡Tonto!, no soy yo, somos ambos; lo único irrenunciable son nuestros genes; nuestra carne, los niños que debiste engendrar en mí; tu bondad, cuerpo y alegría encarnados como hijos en mi ávido vientre. ¿No es lo más lógico? ¿No es lo que toda pareja humanimal pretende? ¿Has pensado cómo pudieron haber sido los hijos que no tenemos, y que pudimos haber engendrado, aún hoy, por métodos de paternidad asistida? Te juro que si hubieras arribado más pronto, y aún estando embalsamado, lo habría intentado, así me fuera la vida.
–Nunca he pensado más allá de nosotros dos. No necesito trascender; contigo me basta.
Como si hubiera destino, hoy cumplen cincuenta años de edad, cuarenta de pertenecerse y quince de su penúltima separación; hoy, precisamente hoy que él vuelve de Roma, amortajado en ostentoso féretro, para llegar a tiempo a su propio funeral.
MAÑANA
–Bueno; me voy al hospital a tratar de reconfortar a tu madre para que mañana pueda asistir a tu sepelio. Y no te extrañe verme vestida como cuando nos conocimos; así voy a volver, para ti, desde mañana, a ser tu cotorra; de esa manera mantendré viva nuestra unión, nuestro destino.
–Mañana cuando me entierren, y durante el tiempo que reste, volveré al polvo; al principio y al fin: a ti.
–Hasta mañana... -se dijeron sin pronunciar la palabra "amor", igual que siempre.
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