Era un soldado muy reservado que tenía por costumbre no meterse en líos. Se paseaba entre las minas como se pasea un hombre por el parque: sin ningún tipo de preocupación, como si un traje antiexplosivos le protegiera en todo momento.

Lo conocí en Afganistán después de mi primera guardia. Parecía que era una eternidad. Tenías que estar inmóvil en la noche y esperar; si te movías podrías ser abatido por un francotirador.

La vida en la guerra, sobre todo, es rutina y a menudo aparecía algún soldado con nuevas lesiones: un disparo, metralla o no llegar para contarlo. Los dos primeros meses eran los peores.

Al día siguiente avanzamos. Seguíamos camina, regresando de un lugar perdido del norte.

Caminamos durante tres días con la comida y el agua justa. Atravesamos el desierto sin nada a kilómetros a la redonda. Nada, excepto los deshechos de la guerra, y un cielo azul abrasador. Ni bombas, ni balas, ningún nativo agobiándote con sus cantos. Todo en silencio, todo en paz, así que seguimos en fila hasta encontrar el campamento y volver a casa con el siguiente reemplazo.

Nos sentamos a beber con el sol a la espalda, con calma, saboreando para que durase el frescor del hielo. Éramos hombres libres.

Nos iremos cada uno a nuestra casa. Nos escribiremos de vez en cuando y nos diremos que nos volveremos a ver, y encontraremos otro empleo donde el jefe no nos grite.

Echáremos de menos a nuestros compañeros, el viajar y el estrés de la guerra.