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Supongamos que la vio cierta tarde de un mes que ahora no recuerda, ni cómo iba vestida ni si tenía los labios pintados. Subía las escaleras con aquella prestancia, firmeza y virtuosismo propio de las mujeres seguras de sí mismas.
El había sido ubicado en la misma empresa luego de haber cursado los estudios técnicos en una rama que jamás había soñado. Si alguien, cinco años atrás le hubiese dicho que iba a vivir de la hidráulica, le habría dicho loco, así, sencillamente.
Pero allí estaba él, en aquella empresa, viendo a esta mujer subiendo aquellas escaleras que debían culminar en el cielo, despidiéndose de un tipo flaco, de mirada desdeñosa y sonrisa irónica; calvo y vestido con un overol manchado de grasa.
Supongamos también que alcanzó a oír algunas palabras que tampoco vienen al caso y que no hubo sorpresa ni amor a primera vista. La tarde, felizmente, no se hizo más bella ni el cielo, hacia donde se dirigía aquel angel, se hizo más azul; sin embargo aquella escena lo persiguió pasado el tiempo. Esa imagen de ella, su cabello plateado por las canas, espeso y de un brillo particular; su sonrisa descolorida en la memoria y aquella mirada endemoniadamente triste, tras sus lentes traslúcidos, no le dejaron un momento de paz.
Quizás sintió la mordida de algo insospechable dentro de su ser –quizás no- pero su imagen se le aparecía junto al flaco aquel y eso no le agradaba.
Aunque la presencia de ella no le conmocionaba en lo más mínimo ni su imagen hacía eclosionar en el jardín a flor alguna, le gustaba verla, encontrarse con ella en el pasillo del edificio o en el gran salón de recepción conversando con sus amigas durante el receso del almuerzo o en las reuniones de producción. Algo le hacía pensar en ella cada vez.
A través de las relaciones de trabajo conoció su nombre, circunstancia por la cual la figura de ella le llegaba ahora mucho más tenaz, real y constante. El angel tenía nombre.
El salio hacia África del Norte en funciones de trabajo y vamos a suponer que, la responsabilidad del trabajo más el recuerdo de los suyos, le hicieron olvidarla hasta que volvió a verla dos años después. El cabello más corto, de hebras más gruesas y ondas más suaves que le caían al; lado del rostro de una manera antojadiza e infantil. Encontró su rostro más inflexible, fresco y hermoso, con la hermosura otoñal de una puesta de sol y su voz de cierta melodía en el hablar pausado pero firme, que ofrecía confianza. No quería creerlo pero aquella mujer, decididamente, cobijaba su corazón de hombre cuando por alguna razón de trabajo debía estar cerca de ella.
Supongamos que a partir de ese momento se dedicó a indagar, a penetrar los íntimos laberintos de su vida; revolver las intrincadas áreas de su felicidad y se sorprendió.
Divorciada.
Se había casado con un hombre que nunca llegó a valorar su fidelidad, un hombre que siempre estuvo lejos de ella espiritualmente sin aportarle en lo más mínimo valor humano alguno. Un hombre que solamente le dio lo que cualquiera: tres hermosas flores a las cuales echo hacia adelante ella sola, a fuerza de pulmón y voluntad en medio de la más recia escasez, que le hizo adquirir un carácter serio e impenetrable pero dulce y noble; rígida en sus conceptos y principios religiosos, aún así, él sospechaba, sabía, que aquella mujer guardaba dentro de sí un alma pura y amorosa.
Vamos a suponer pues, que él decidió ir a su conquista.
Así le llegó a las manos de ella, un jazmín mañanero, con su olor a inocencia, a perfumarla diariamente. Así también llegaron otras palabras, otras miradas y sonrisas y así vino también aquel día de octubre.
¿Fue en la casa de ella? Imaginemos que sí. Una conversación rápida, tan rápida como sus miradas, esquivándose una a la otra.
Responsabilidades impostergables de él le hicieron concertar otra cita para el día siguiente. Pero ya el amor, como el chico rosado y mitológico daba un portazo rotundo contra toda posibilidad de dudas y se acercaba lenta y calmadamente preparando su arco de sueños, montando la saeta que dirigiría con puntería de atleta, hacia aquella formidable lumbre en la que se calcinaban las ansias.
Y con esa impresión de susto, de la que habla García Márquez, vivieron ambos las horas siguientes, detenidos por una encrucijada desconocida y a la vez asombrosa, como si estuviesen parados al pie de un volcán en erupción o en el centro mismo de un tornado maravilloso que convierte en un pandemonium todos los papeles de aquella intimidad para llevarlos hacia la hoguera de la razón y las consideraciones donde creían calcinarse.
Fueron una especie de Adán y Eva ante lo prohibido. Vivieron esas horas vísperas pensando en cómo llegaría la reconciliación a sus cuerpos en la más noble, bella y humana de las relaciones.
Fue, primero el saludo y algunas palabras después, tímidas pero directas.
Luego una invitación por parte de ella a una taza de café, que a modo de bebida afrodisíaca, actuó como brindis para el primer beso, largo, conciente, que los hizo reconocerse en el primer estatuto del desenfreno sensual.
Pensemos que aquella habitación aún debe rememorar el instante crucial de sus caricias calladas, suaves, experimentadas; pensemos en sus cuerpos entrelazados, unidos en la penetración, entregados en el dar y recibir, con movimientos acompasados y sin la lujuria que hubiese maculado el momento supremo de sus deseos comunes, con la majestad de las almas simples que se encuentran para siempre; infinita melancolía de los años sucedidos sin haberse conocido hasta ese momento y la satisfacción de ser y estar en el presente y en el futuro a pesar de ser señalados por índices acusadores y fulminados por miradas inquisidoras.
Y admitamos que sucedió, que la tarde estaba espléndida y que las divinidades que dirigen el comportamiento humano en esta mísera estadía terrenal, estaban decididos a establecer para la vida de esta pareja, toda suerte de felicidad.
La ocasión era propicia y la soledad como siempre, fue la cómplice especial de sus intimidades.
Hoy, luego de tanto y tanto tiempo recorrido, de haber experimentado las necrósis infelices de tantos proyectos sin ejecutar y los planes de tantos otros, unidos los dos; cuando el “tú” y el “yo” se ha convertido en un ,“nosotros” total y lo “mío” y lo “tuyo” en un “nuestro” mucho más íntimo y hermoso, demos por cierto que aquel día no podía ser cualquier otro, porque para ambos fue el momento de una decisión, la toma de conciencia en el palpitar de sus corazones; los pétalos de cada uno de aquellos jazmines mañaneros, convertidos en palabras, cercanía, tacto, mirada más libre, corazón al margen de cualquier convención humana.
En fin, admitamos que el nunca pensó en vivir una aventura y que todo sucedió realmente así.
Que todo no fue un sueño ni un tema inventado por alguien a quien le gustaría que algo así le sucediera a sus personajes y supongamos que de ser real esta historia, aquellos amantes aún estén unidos en su verdad y hayan realizado el sueño de sus ensoñaciones primarias. Vamos a creer que se dan la vida donde quiera estén, sin olvidar jamás sus pequeñas e íntimas historias.
Si esto es así, que clamen por sus dioses otros miedos, porque señores, el amor se alimenta y cuida espiritualmente en su propio reino.
Supongamos nada más esta pequeña historia y sigamos respirando.

Texto agregado el 27-06-2007, y leído por 147 visitantes. (4 votos)


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