La carrera ante la vida había sido ampliamente ganada por Ignacio. Su coche rojo lo llevaba hacia esas remotas dilaciones en la que todo se equipara. Tras las compuertas de aquella soledad recorría eternas carreteras de aventuras y silencios; monologando con quién sabe que otras almas... Mientras, como un profuso túnel de alegría, su mirada transitaba inimaginables historias narradas con las manos.
Cuando el recreo terminó, su pálido semblante dejó de ser el mismo para internarse en los claustros escolares. Fue cuando la maestra le arrebató el cochecito de sus manos entre gritos histéricos, argumentando jugar fuera de hora...
Sentí vergüenza de tan insipientes bases pedagogías ante el dolor de una mirada trunca; más aún, cuando hoy volví a verla salir de aquel colegio para no videntes...

Ana Cecilia. ©