EL HUMITO
(Cuento ganador de mención en concurso Mitos e Historias de Buenos Aires)
No sé cómo terminamos en aquel departamento frente al cementerio municipal, pero ignoro tantas cosas que esto es lo de menos. Congelados en los inviernos, cocinados a fuego lento durante cada verano, así era vivir entre esas paredes del cuarto piso. Un pequeño balcón oficiaba como escape de nuestra incómoda rutina, tanto como cuando las discusiones nos consumían o para disfrutar un cigarrillo en soledad. Afortunadamente el poco espacio de ese mono ambiente, nos quitó la peregrina idea de formar una familia. Para el otoño del 98 llevábamos dos años de convivencia, y fue en ese momento que comenzó a funcionar el crematorio, justo delante de nuestra ventana; para ser sincero, cuando se inició la construcción, pensamos era una extensión en la zona de los nichos, pero al elevarse la chimenea, no dejó dudas de lo que se estaba armando. La inauguración fue muy austera, con una delgada cinta blanca rematada en un moño, que el intendente cortó torpemente usando unas tijeras de acero de un tamaño desproporcionado. Hubo algunos aplausos y la clásica recorrida por las instalaciones, con la presencia del Director de Cementerios y algunos políticos invitados. Al día siguiente, un tres de mayo, comenzó su tarea el crematorio. Nunca voy a olvidar esa fecha, será imposible no recordar aquel olor rancio que el humo le arrancaba a los huesos muertos aferrados a la carne chamuscada. No fue sino hasta una semana después, que con Susana descubrimos lo que era capaz de transmitir el humito del crematorio. La primera prueba fue hecha un sábado, tomamos características del humo, color, forma de expandirse y contraerse, olor, resistencia al viento, la intensidad de la textura. Todo aquello nos permitió saber quién era el muerto, edad, causa del deceso. Adjunté cada dato que recopilamos y ese lunes por la mañana me dirigí a la dependencia municipal del cementerio. Allí constaté la exactitud de nuestra información con una precisión increíble. Volví al departamento con la dulce sensación de haber descubierto una forma de obtener datos con el sencillo acto de observación. Pero lo que para mí era motivo de exaltación, para Susana pasó a ser una causa de lucha. Desoyendo toda crítica y comentario adverso, me sentí orgulloso con el logro, me obsesioné más y más prodigando todo el tiempo a mis investigaciones. Susana, indignada, envió carta tras carta al municipio para pedir el cierre del crematorio. Yo dejé mi trabajo y me aboqué de lleno a la tarea de descifrar el humito. Sin darnos cuenta, el humo empezó a ser parte de nuestras vidas, comíamos con él, dormíamos con él, nos amábamos con él, y también empezamos a odiarnos con él.
Generé una serie de gráficos, tejí todo tipo de variables, perfeccionando la lectura de datos. Llegué a detectar mínimos errores o confusiones en las actas de defunción, tales como fechas de nacimientos incorrectas, o nombres mal anotados. En algunos casos me atreví a solicitar las correcciones, sencillamente para honrar al muerto, y, a qué negarlo, resaltar la propia tarea. En el pequeño departamento organicé un fichero con una inusual estadística y pergeñé la forma de contrastar datos por dia y hora de muerte, causas de la misma, sexo, edad, y hasta signo zodiacal. Poco me importó que Susana un día decidiera marcharse. Yo sentía que aquello era el trabajo más preciso y necesario de toda mi vida, había nacido para esto.
Una tarde calurosa de enero me encontraba analizando el humo de un hombre de 34 años, llamado Gustavo Núñez, sin causa de muerte. Revisé todas las tablas, las variables, por horas busqué en mis archivos, estaba seguro que existía alguna falla en esta observación. No era ataque cardíaco, no era accidente, ni siquiera cáncer. Mis tablas arrojaban una y otra vez, error. Pasé dos noches enteras analizando esos datos, decidí recurrir, alienado y agotado, a la Municipalidad. Como es claro por la cantidad de visitas a esta dependencia del Cementerio, ya era conocido, a punto tal que habitualmente me recibía el Sr. Gabriel Eme, Director del área, quien se ocupaba de canalizar mis dudas y correcciones de los errores a fin de evitar incomodar al personal. El Director era un hombre flaco, alto, de cara huesuda, barba rala y ojos de un negro intenso. Aquel día nos sentamos a la mesa del despacho, me invitó una limonada y oyó con atención la historia. Inmediatamente llamó a su secretaria y pidió el libro de cremaciones. Los datos que aporté eran más que precisos. Gustavo Núñez estaba anotado como “muerte: causa desconocida”. El director propuso colocar ataque cardíaco, falla respiratoria, pico de presión, pero yo me negué a cualquier opción. Cada causa tenía una característica propia, inconfundible y no iba a tirar por la borda toda mi tarea, simplemente para no complicar esta absurda burocracia municipal. Me retiré de allí amenazando con una acción legal, si alguien se animaba a modificar el mínimo dato de Núñez. Volví al departamento para seguir mi labor diaria sin apartar el pensamiento del extraño hecho. La realidad era que había una sola conclusión, difícil de demostrar si no existiera todo aquel trabajo de tablas y variables con el que habitualmente trabajaba. Núñez no tenía causa de deceso porque la muerte se había equivocado, es decir, había decidido llevarse a una persona que debía seguir viva. El siguiente paso era justificar la hipótesis, fue una tarea de meses, descubrí una relación matemática que era una suerte de cadena numerológica, una constante sin modificaciones, absolutamente cíclica, que cada X tiempo constante volvía a iniciar la proyección, y, lógicamente, tenía un inexplicable quiebre el día de la muerte de Núñez. Ahora, cómo convencería al Director del Cementerio acerca de la exactitud de mi teoría? Me avalaban todos los aciertos que durante años había obtenido, pero eso no era demasiado. Traté de resumir la cadena-cíclica-numérica, brindando una importante cantidad de ejemplos, logrando un resultado claro, pero era imposible aseverar, de mi parte, que no existiese otro orden diferente al observado. Se me escapaba una duda sencilla, si Núñez no tenía que morir, a quién le tocaba ocupar ese lugar? Desesperado, comencé esa nueva etapa de la investigación. Era la medianoche, sólo una lámpara sobre mi mesa de trabajo rompía parte de la oscuridad. Mi ansiedad era absoluta. De entre las sombras escuché la voz que me paralizó.
- Fernández – dijo – no busque más.
Era el Director del Cementerio, Gabriel Eme.
- No me mire así, Fernández, entré como todos los días. Usted siempre descubrió cada detalle, pensé que este error lo pasaría por alto, pero su obsesión pudo más – se acercó a la mesa apoyándose en ella y continuó – Su precisión me puede causar problemas en el trabajo. En mi profesión no se puede dar marcha atrás. Aquella vez de Núñez el desgraciado que debía ocupar el lugar era usted. Pero, dígame, cómo iba yo a matar a un colaborador tan eficiente? Llevo siglos haciendo esta tarea y nadie jamás se tomó una labor tan seria como la realizada por usted. Venga – dijo.
Apoyó su mano en mi hombro, recorrimos el pequeño departamento, devenido en archivo, las paredes grises parecían las de una cripta, los vidrios acumulaban el hollín del humito, los espejos eran cadáveres de lo que alguna vez habían sido.Mi vida ya no existía, no tenía familia, esperanza, trabajo, futuro. Todo lo había dedicado en mi empresa de observar el crematorio.
- Fernández, trabaje para mí, al fin y al cabo, a nosotros lo único que nos aterra, es la vida.
|