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Inicio / Cuenteros Locales / Hangyakusha / El Mundo Ideal o Entrevista con el Viejito WD

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Había una vez, en un lugar muy, muy lejano una princesa muy, muy bella. Ella era tan blanca como la luna llena y tan serena como el reflejo de ella en un estanque poblado de nenúfares blancos. Era hermosa, muy hermosa. Su padre, el Rey y su madre la Reina, decidieron que, al cumplir los 21 años, la princesa debería ser capaz de vivir su propia vida y pasar a ser la nueva soberana de ese lugar, para lo cual, pensaron, lo ideal sería organizar un gran baile (banquete incluido, claro está). Contrataron a los mejores publicistas y lograron que todas las personas del reino asistieran a la recepción. El objetivo (además de recaudar más fondos para cuando los reyes lleguen a la tercera edad), era el de conseguir el novio ideal para la hermosa princesa.
Una vez iniciado el acontecimiento, la princesa -futura reina- fiel a sus tradiciones cortesanas, debería bailar con todos y cada uno de los pretendientes, hacerles preguntas de ingenio, las cuales habían sido cuidadosamente seleccionadas por un jurado (demás está decir que ellos permanecían en el anonimato con el fin de protejer las respuestas contra potenciales chanchullos); así que, la princesa, y el selecto jurado, eran los únicos que sabrían las respuestas 'correctas'. En fin, el baile siguió, el interrogatorio continuó y la noche se alargó hasta que en uno de los más acalorados momentos, el rey, en una de sus últimas alocuciones y decisiones soberanas como monarca de ese reino, decidió leer su última ordenanza. Viéndose rodeado de tanta gente hermosa, tanta felicidad y tanta perfección: condes, condesas, príncipes, princesas, reyes y reinas, decidió que la mejor manera de vivir era el ser todos iguales. Recordó cómo su padre, el padre de su padre (la misma lógica era válida para su madre y la madre de su madre) le dijo desde pequeño: 'todas la niñas son unas princesas y todos los niños son unos príncipes'. En toda su eterna sabiduría logró comprender que todos somos, en cierta medida, iguales y decretó: 'Desde este día y en adelante, toda persona en este reino será tratada como un monarca, una princesa, un príncipe. Toda persona tendrá un título de nobleza y por consiguiente será merecedora de todo respeto, admiración y obediencia', y regodeándose en su poltrona miró con dirección hacia el interminable rosetón del salón, como si pensara, y dijo, 'Es bueno', y se encajó otro vaso de licor macerado. En el salón, la gente..., perdón La Realeza, estaba en su punto: el rey dispuso que se otorgara un título de nobleza a todo aquel que no lo tuviera y en poco tiempo todo el mundo se sentía en el cielo. Los guardias , los camareros, las cocineras y hasta los lacayos mayores tenían ahora un título bajo el brazo. Lo más increíble fue ver que todos aquellos se aferraban a ese pedazo de cartón como si su vida dependiera de semejante cosa.
Cuando entré al salón, lo único que yo esperaba era que me pagaran lo que había venido a reparar, y cuando me ofrecieron un título y un jamón a cambio de mi prometida recompensa me sentí decepcionado. Le demandé al rey cumplir su palabra y a los presentes hacerle entrar en razón, pero era demasiado tarde, todos estaban ensimismados en sus nobles pergaminos y no me prestaron atención. La princesa no aparecía y no había nadie más a quien recurrir; me dirigí hacia el trono y, tan cortésmente como pude demandé: 'oiga Señor Don Rey, págueme lo acordado y me voy de su casa. No le pido más que aquello que me prometistes, Señor Don Rey'. El rey, todavía acostumbrado a su antigua condición de todopoderoso ordenó a sus pajes pagarme lo prometido, pero sus pajes (que ya no eran más pajes sino condes y no-sé-qué-otras-cosas) le hicieron caso omiso. Demandó lo mismo de sus sirvientes, pero ellos ya habían volado del palacio cargándose cuanto pudieron. Yo insistente y viendo pronto mis esperanzas desvanecerse le increpé por última vez que me pagara. El rey montó en cólera y ordenó que me retiraran y me echaran con los perros, pero nadie obedeció: los guardias-barones, duques, condes y noveles gentiles habían ya hecho una retirada disimulada. El rey estaba solo, con su reina y mirándola desconcertado tratando de balbucear algo que nunca pudo decir. 'Está bien, señor Rey', le dije, 'No es necesario que me pague ni que me eche a los perros. Soy muy capaz de hacerlo solo.' Abrí la puerta y me alejé tristemente de aquel lugar cargado de nobleza. Al llegar a mi hogar, agarré las pocas cosas que tenía y me largué de aquella tierra emprendiendo esta marcha que ya lleva toda una vida. Escribí estos versos y desde aquella experiencia nunca más acepto la palabra de un noble como promesa de paga. Ahora, sólo limpio letrinas cuando me pagan por adelantado, y debo decir que mi vida nunca pudo estar mejor; al menos yo puedo ir al baño sin temor a quedar inundado de alguna materia oscura o pegajosa lo cual, según tengo anotado en mis crónicas, pasa muy a menudo desde entonces, en algunos lugares llamados castillos.

Texto agregado el 26-06-2007, y leído por 144 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
03-08-2007 pues a mi me pareció interesante y algo muy singular, un estilo propio tan respetable como cualquier otro.Mis felicitaciones por tu trabajo.***** Raiandoelsol
26-06-2007 La historia está buena, pero se pierde entre la mala redacción y orden de los hechos que desorientan al lector y el mal gusto del final es inaceptable. En ningúnb momento del relato se presenta al personaje que cuenta en primera persona esta historia. wibby
 
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