Ella estaba plantada en la vereda, tras de sí su carro gris perlado y humeante, la lluvia bajaba laminada por su rostro y se inmiscuía en los pliegues de su ropa, por el cuello hacia su espalda, entumiéndola, y es que siempre fue insensata, disfrazándose de diva, tan inefectiva para tecnicismos poco glamorosos como el abrigarse. Yo frente a ella dolido, con la barba enlutada como siempre y entre nosotros… bueno, el ambiente enmarañado, la tierra saturada y ya impermeable, negándose a absorber una gota más de agua, el calor de nuestro cuerpo chorreándose a la mierda en nubecillas calientes, las de ella blancas, las mías muy muy rojas (algunas amarillas)… y en el suelo en un charco de barro el ya nombrado jilguerillo muerto.
Otra vez, como tantas más en nuestra historia de suplicas sordas, gritos y mentiras, un ave a media distancia entre nosotros. Recordé las mañanas tan lluviosas como esta en que recorrimos hectáreas de parques buscándolas a ellas, las gaviotas de nuestras playas, los queltehues agresivos de mi campo, los gorriones y zorzales ladrones en sus parras, las palomas funestas de nuestro campus combativo, la universidad del pueblo y las huestes de cotorras chillonas gritándonos descaradas su empresa de conquista exitosa en las barriadas de los pijes. Pero esta vez el avecilla entre nosotros era muerta, como signándonos, como si fuese un último avatar para nuestra vida juntos… que tristeza asomagada e insoportable.
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