MARIONETA ASESINA
La noche despliega su colcha sobre América, iniciando en la parte más saliente de las costas brasileñas y un reguero de luces artificiales va inundando el continente que se niega a la tiranía de las tinieblas. Tras un ajetreado día de trabajo, manejando por las atestadas avenidas de New York, llega por fin mi descanso y la oportunidad de darle los retoques finales a mi plan.
Es curioso imaginar que a esta hora, en el Oriente medio, en Asia y en Australia la luz del mediodía encandila a la gente. En Europa y África, en cambio, está por amanecer y la gente iniciará otro día de carreras y afanes tras el dólar de cada día.
En Cádiz, la Tacita de Plata, orgullo de la parte sur de España, Madeleine aun no se despierta. Arrebujada en sábanas de seda, pronto saltará de su cama, y a eso de las nueve subirá arrogante, despectiva y altanera al Falcon 200, el exclusivo jet de le empresa de su padre, avión que, desde la muerte del Sr. Dalmau, se acreditó para su uso particular mediante una hábil y nada sutil presión sobre los miembros de la Junta Directiva.
Viajar a New York en jet privado tiene numerosas ventajas. El Falcon vuela a la misma velocidad y altura de los aviones comerciales, por lo que su tiempo de vuelo es prácticamente el mismo, pero al utilizar la pista de un pequeño aeropuerto se ahorra tiempo al no pasar por las largas colas de migración y sobre todo, se evita el enorme tráfico aéreo del Kennedy.
Todo eso concuerda maravillosamente con mis planes. La acción se desarrollará sin testigos y lejos de los imprevistos que puedan darse en las aglomeradas autopistas de la gran ciudad.
Duerme maldita. Disfruta las pocas horas que aun te quedan. Pronto dormirás para siempre. Y yo seré quien cante tu canción de cuna terminal.
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Guanabacoa, situada a siete kilómetros al Sureste de La Habana, es uno de los quince municipios en que se divide la ciudad, y sus ciento diez mil habitantes, orgullosos y patrioteros, forman un conglomerado muy especial. De estilo mayormente colonial, la pequeña ciudad dormita bajo un sol plomizo y casi siempre calcinante. En la calle José Martí, esquina con la Versalles, abre de lunes a sábado el Museo Municipal.
Fue ahí donde mi padre, Vicente García, gastó como conserje del edificio los últimos treinta años de su vida, y aunque no formaba parte de sus funciones, le encantaba conversar con los turistas y hacerles notar que en esa ciudad habían nacido artistas tan importantes como Ernesto Lecuona o Rita Mointaner.
Fue ahí también donde, en sus momentos de ocio, leyó la mayoría de los clásicos y donde le nació la desafortunada idea de bautizarme “Suetonia”, como homenaje muy personal al general romano Cayo Suetonio, nombre que posteriormente me encargaría de transformar en el más potable y americanizado “Sue”. Y con el cambio de nombre llegó el cambio de personalidad. A partir de ese momento tomé las riendas de mi porvenir y dejé de ser la marioneta colgada de los hilos de un destino insensible y desgraciado.
De palabra fácil y chispeante como buen cubano, y fiel adepto a los distintos cultos afro-cubanos, santería, palomonte y abakua, mi viejo cumplía sus funciones con notable esmero y dedicación, pero se cuidaba mucho de no traslucir la férrea animadversión que sentía por el régimen y de la cual yo era su única confidente. Quizá esa discreción, forzada por el temor, fue la causa de que nunca se sospechara de su inconformidad, y de que, en una vuelta de la fortuna, se le adjudicara una beca para que uno de sus hijos pudiera asistir a San Juan de Letrán, uno de los colegios más distinguidos de La Habana.
Yo fui la afortunada.
Y desde ese día, la humilde hija del barrio, comenzó a codearse con los mejores apellidos de Cuba. Madeleine Dalmau estaba entre ellos. Y aunque un abismo de posición social y posibilidades nos separaba, el destino quiso que compartiéramos el mismo pupitre, para amargura, desagrado y repugnancia de la niña-bien.
Quien se imagine que mi permanencia en ese sitio era un privilegio se equivoca. Martirio, suplicio y tortura mal disimulados eran las palabras que mejor describían mi diaria rutina. Las niñas, y sobre todo Madeleine se encargaban a diario y a todas horas de marcar la diferencia. Yo era una paria, una entrometida en su mundo, un ser que no pertenecía a su alcurnia y a la que debían soportar como a una enfermedad de la que aun no se conocía la cura.
Aunque no podría precisar la fecha, en esos días mi juvenil corazón se transformó en nido del aborrecimiento más cerril que imaginarse pueda hacia aquella criatura de rizos dorados y mirar desafiante. Fue entonces cuando el fogoso torrente de mi antigua sangre esclava encontró un remanso donde el odio acrecentó su cauce y adobó su encono.
Empujado por la ebullición salvaje de mis lágrimas caribeñas, y animado por el fragor de las humillaciones más aberrantes, el juez de mis sentimientos dictó sentencia: muerte.
Pasaron algunos años, y nuevamente el destino nos empujó a ambas lejos de la Isla. Ella a Europa, yo a Miami. Ella voló en primera clase, yo navegué en la clase miseria de una balsa armada con neumáticos y barriles.
Ella fue atendida con la profesional cortesía de una aeromoza mulata y sorbió con fruición su Cosmopolitan, martíni mezcla de ginebra, vodka y vermouth en un vaso decorado con una rodaja de lima.
Yo regateé un sorbo de agua caliente a mis desventurados compañeros de desgracia, y me supo a agua de mar tan salobre como la amargura de mis lágrimas.
Podrán pasar años, lloverán quinquenios, el hombre caminará una y otra vez sobre cuerpos celestes, pero el dictamen finalmente se cumplirá. Después de largas noches de planificación, la hora de la ejecución está por llegar.
Manejo una de las limusinas del Hilton, y ese hecho, al parecer fortuito, forma parte de mi plan. Apenas amanezca la recogeré en la Terminal aérea del Saint Jack Airport y deberé trasladarla al hotel. No llegará nunca.
Con la fría determinación que me da mi odio acumulado y la anticipación gozosa de la venganza, manejo por las calles vecinales que me llevan al privado y pequeño aeropuerto. Estaciono la limosina y me dispongo a esperar. Repaso mi plan una y otra vez. Anticipo todas las posibles contingencias.
Mi mente matemática, fría y calculadora no deja detalle al azar. Llegará exactamente en once minutos. Saldrá por la puerta tres. Yo estaré esperándola y le ayudaré con su equipaje. Es obvio que no me reconocerá, entre otras cosas debido a mi uniforme que incluye gafas oscuras y una elegante gorra de piloto, y sobre todo, porque apenas se dignará echarme una ligera y quizá despectiva mirada.
Pero para mí las cosas son diferentes: yo podría identificarla entre una multitud y nada impedirá que mi red caiga sobre su cabeza.
Atiendo el paso de los segundos. No debo ponerme nerviosa. Y sin embargo mi corazón comienza a latir más de prisa. Calma.
Buscando detener el loco torbellino de mis pensamientos que se han disparado frenéticos, enciendo la radio. Marc Anthony desgrana sus notas con ritmo salsero y por instantes logra el milagro de frenar mis ideas desbocadas. La melodía termina y el programa se interrumpe. La voz emocionada del locutor informa una noticia de última hora:
" Un Jet Falcon 200 cuya procedencia aun se ignora acaba de impactar contra el avión comercial de Alitalia que iniciaba su vuelo matinal rumbo a Milán. Ambas aeronaves explotaron en el aire debido a la colisión. Se asume que no habrá supervivientes…"
-Noooooooooooooooooooooooooooooooooooooooo !!!!!!!!!
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