Desperté en un lodazal lleno de cruces oxidadas, talvez ya olvidadas... Desperté porque el
Creador me llamaba para realizar mi misión: liberar al ángel que liberó mi alma. Ahora, yo
también era un ángel.
Liberé mis pies del sucio lodo y empecé a andar. Finalmente, llegué a la carretera. La lluvia
se deslizaba por mis cabellos y golpeaba la punta de mis botas negras. El oscuro humo de
una vieja fábrica contaminaba las nubes del pesado cielo acrecentando su tristeza
vespertina.
Al fin, un tipo frenó en su auto y se ofreció a llevarme. Era un hombre gordinflón y con
baranda a cigarro. Nicotina pura resbalaba por su piel sumándose a su sudor. Hablaba del
partido del domingo y yo asentía como si entendiera del tema.
Era de noche cuando llegamos a la ciudad. Al doblar la esquina baje en la puerta de tu
departamento. Sin que tú lo notaras me sumergí en tu alcoba.
Salías de la ducha, el agua chorreaba por tu cuerpo recorriéndote por completo. Eso
aumentaba tu natural sensualidad. Tus hombros desnudos me invitaban, sin saberlo, al gran
banquete carnal y espiritual.
Me acerqué a tus espaldas y soplé en tu oído, sin dudarlo ni un segundo. Cómo decirte que
aquel hombre con el que me encontraste era el relleno que conseguí para tapar el hueco de
tu ausencia?...Cómo decirte lo mucho que te amaba?...Ahora era mi oportunidad.
Comencé a besarte la espalda en el mismo instante en que advertiste mi presencia.
Entonces, me besaste y abrazaste con gran fuerza, sin entender aún cómo era que yo estaba allí, palpitando ante sus ojos.
Me fue inútil no percibir el delicioso néctar bullendo por tus venas. Mis dedos enredaron tu cuello seductor como boa constrictora a punto de devorar a su presa. Y bebí de ti con la sed
de quien se pierde en un desierto por meses. Y lo hice por simple razón de que te amaba y debía liberarte. Tú comprendiste y te dejaste arrastrar hacia la eternidad.
Cerraste los ojos y al fin respiré.