¡Nunca había estado en tal oscuridad! De niño pasé períodos sin luz, pero se resolvían en horas y lo sabía porque el viejo ventilador empezaba a zumbar y los moscos volvían a sus escondites. En esta parte, cerca por aire y lejos por tierra, no había corriente eléctrica cuando llegué. Eran noches aluzadas por los candiles y poseí la costumbre de cargar en el bolsillo mi lámpara de mano.
Llegué a Coxquihui en días alborotados por el clima. Viví días de agua fría, fina, punzante y vientos gélidos tomando la siesta en mis pies. Me acercaba al fogón, me servía café recién hecho y me sentaba en la mesa a platicar con las hijas de doña Licha. Veía como ella atizaba la lumbre y ésta dejaba ir en la oscuridad amarillos instantáneos.
En una esquina, antes de llegar al consultorio que servía también de vivienda, se reunían a platicar Celedonio, sus hermanos y Lillo, el aserrador con quienes trabé amistad. En otras veces me sentaba en un escalón y escuchaba el silencio, el aleteo de pájaros que germinaban de los árboles situados a la vera de la cañada. Recién llegado, en un día de viento y frío, tuve que ir al cementerio a determinar si una difunta era ya difunta y de regreso, con la emoción de haber explorado a una muerta, mientras intentaba abrir el candado de la puerta, escuché claramente que me llamaban chisteando. Mi nerviosismo brincaba en mis manos y menos atinaba a meter la lleve en el ojo de la cerradura. Al abrir la puerta: un aplauso de aleteos salió en estampida por los claros de la casa. Me tranquilicé cuando la luz de una vela iluminó tímidamente las paredes. Después de una noche entrecortada, al día siguiente encontré al comandante y platicamos de los sucesos. Le comenté que al abrir el portón me habían chisteado y él sin contenerse abrió en carcajadas; le pregunté el motivo de su risa.
—No se ofenda. Debe de saber que en la región hay un pájaro que chistea. Ya imagino el susto de usted.
—Oiga pero también escuché un aleteo de pájaros.
—No entiendo.
—Sí, como si volaran miles de aves.
Se quedó pensando y volvió a sonreír moviendo al mismo tiempo mandíbula y carne.
—La casa donde está, estuvo desocupada mucho tiempo, así que no es nada raro que los murciélagos la hayan tomado prestada.
Estaba deleitándome con el fresco, cuando escuché las buenas noches. Era un muchacho joven, de calzón, que sobresalía por la blancura de la manta.
—Mi mujer se va a aliviar y ya le empezaron los dolores —me dijo.
—¿Dónde es?
—Aquí lueguito, por donde bajan las avionetas.
Mientras arreglaba el maletín, le pregunté otras cosas y deduje que todo parecía estar bien. Sin embargo, en esos menesteres uno nunca sabe, así que preferí ir armado.
Fui en mi yegua, que responde por Gurrumina. El viento se hizo más fresco y las nubes que borroneaban el cielo desaparecieron dejando sin velos a la luna.
Llegamos rápido, y a pesar de la claridad, no definí qué camino tomamos. La vivienda era de tarros, con techo de palma, un solo cuarto y casi sin espacio para moverse. Era el tercer parto de una paciente joven; el producto venía bien, pero la incomodidad me desagradaba. Le dije al esposo que la atendería fuera de la vivienda. Él aceptó, pues de esa manera los niños quedarían dentro y yo me podría mover a mis anchas alrededor de ella.
En un parto siempre hay mujeres, es como una especie de solidaridad. ¡Jamás digo que se retiren! Sacamos la mesa de los santitos y situamos a la parturienta sobre ella. El esposo trajo varas con horquetas del monte. Tomamos la mejor y la enterramos, serviría para colgar el frasco que contenía el suero. La dilatación de la matriz estaba alrededor de cuatro centímetros y la bolsa de las aguas íntegra, que rompí. Diluí en el suero una ampolleta de ocitocina que permitiría acelerar el trabajo del parto.
—Este niño sí viene con agua, el otro, vino seco; por eso nos costó tanto trabajo que naciera —comentó una de las parteras.
No dije nada, sólo pensé que esa era la razón del porqué me habían llamado.
Nos quedamos en silencio. Apagué mi lámpara de mano y vi con claridad el óvalo de la cara, su brazo extendido y descansando sobre una tabla. El abdomen globoso que contenía el milagro mayor. Una mujer rezaba en totonaco, la otra le acariciaba una mano y el esposo pendiente.
Aquella escena no estaba en ningún libro de medicina. Era inusual: arriba una luna naranja, colgando de ámbar cada gramo de piedra, tierra y carne. La floración de las limonarias hilaban de jazmín el aire y sería este el que respirase quien estaba por nacer. Los cascos del agua trotaban por los cuatro costados, pues la choza era abrazada por dos arroyuelos. La corriente parecía una procesión de sonidos, caía sobre los tejos y arrancaba al barro y al arbusto la voz que las cosas tienen dentro. Bajo las estrellas, la tierra era un inmenso diapasón, rasgaban las uñas cúpricas de la luna, el golpe cadencioso de las aguas y el viento oloroso a desliz. La matriz se fue abriendo para ofrecer una semilla con capacidad de amar. El hechizo de esperar a un ser que tal vez llegue con infinitos atributos y convierta nuestra maldad en esperanza y benevolencia. Jamás he atendido otro parto que se le parezca. Tampoco supe más de ese niño que nació enredado en luna, agua y aroma de flores. Hoy lo entiendo: fue un obsequio que la vida me hizo.
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