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Se supone que yo debía llorar. Era todo perfecto: la despedida inconclusa, una tarde fría y lluviosa en esta oscura e inhóspita ciudad, las palabras que nunca se dijeron, el nudo en la garganta, la pena compartida y la impotencia de no poder hacer ya nada más.
Sin embargo y sin una gota de alcohol la paz me acompañaba. Como si se tratara de su mano tibia y no otra la que aún tocaba mi frente arrojada en el pavimento.
No quería abrir los ojos, tampoco quería esa ajena y tibia mano lejos de mi frente. No había miedo, sin embargo supuse que no se trataba de un simple accidente. Era algo más serio. Como si mis huesos ya no me acompañaran, como si el frío no existiera. Sólo existía mi frente y una tibia mano de quién sabe quien. Era todo tan extraño. Sólo hace algunos minutos ella había dado por terminada la conversación. Dio media vuelta con la soberbia que la caracterizaba y esa tarde lluviosa la vi perderse entre una multitud de abrigos y paraguas mientras yo, horizontal, congelado por la pena, no variaba ni un centímetro mi posición, derramado al costado del asfalto. Fue una simple discusión según mi parecer, diferencias irreconciliables para ella.
El hecho es que aquella discusión es lo último que me queda de nosotros juntos. Nunca más estuvimos solos. Nunca más la vi. Nunca más me vio. Y en una actitud casi enfermiza, tirado en mi grave rincón del pavimento, me propongo perpetuar ese instante doloroso por no dejar de mirarla. Como si quisiera alejarme de espaldas por no dejar de mirar.
Ella se había ido, confiada en su decisión. Segura quizás hasta hoy que los fines de historia no son tan tristes como suelen decir, y que absolutamente nadie, jamás ha muerto de amor.
Recuerdo que pasaron unos segundos después de su partida, no más de cuarenta, cuando en medio de mi perplejidad de pronto y sin aviso, tenía frente a mí un bus repleto de gentes y destinos. Seguramente el chofer no me ha visto. Estaba lloviendo, oscuro, eran cerca de las 8:30 de la noche y los ánimos no están para suspicacias. Recuerdo muy bien cuando lo tuve frente a mí, exactamente un centímetro antes del impacto, juro que recuerdo a perfección ese breve instante. Fue el momento en que más vivo me sentí. Entonces sólo sentí mis huesos estallados volando y sin control. En un instante me encontraba a 20 metros del lugar en que ella me había roto el corazón. 20 metros. Y ahora con los huesos y la frente destrozados. La memoria la tengo intacta. La dicha que alguna vez me dio también. Y el corazón más roto aún.
Se supone que debía llorar. Era todo perfecto: Los huesos y el corazón destrozados eran razón suficiente.
Ella nunca más oyó hablar de mí. Tampoco se enteró de las sangrientas consecuencias de su adiós repentino. Hoy el mármol habla por mí. Ahí están escritas mis fechas. Mi epitafio y mi eterno nombre.

Texto agregado el 23-06-2007, y leído por 420 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
17-09-2009 Está bastante buena la narración, pero en mi opinión, no debes describir el accidente de una forma sangrienta, ya que el relato es profundo. Igualmente no deja de estar muy bien escrito y expresado. Abrazos. dariolal
24-06-2007 Un buen relato. El argumento fluye de una manera apenas perceptible, hasta llegar al final. Un cuento fantástico con mucho de realismo. Felicitaciones, 5*. sara_eliana
 
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