Antes de que las cosas fueran y los elementos tuviesen nombre, antes de nombrarse la luna o el sol, y antes del tiempo, solo porque así no se había llamado aún y en esa época solo era un tránsito constante sin cuenta ni balance, solo cuatro entes habitaban el vacío.
Si bien carecían todos de nombre y su razón de existencia era desconocida, su constitución les permitía albergar una mente inteligente y tal vez esa fuese su única esencia. En el eterno transcurso podían solo pensar y no conocían palabras ni voces para definirse a sí mismos o a los productos de su meditación, solo existían y estaban.
Edades sin datar transcurrían sin cuenta cuando al fin, uno de ellos, logró un cambio palpable y una esencia superior, logró el primer elemento y Herbos se llamó a sí mismo. Ese fue el primero que pudo Ser.
El tránsito de un tiempo sin definición, pasó y pasó, si lenta o aceleradamente, era imposible saberlo. En esas interminables etapas de cambio, Herbos consiguió ese poder que tanto deseara sin saberlo ni conocerlo, ese que más tarde fuera llamado creación. Las interminables etapas de meditación no fueron vanas, y compensaron con creces los esfuerzos invertidos en ellas.
Antes de que lo lograra nada se veía, si es que algo podía llegar a verse en esa vastedad vacía, el todo y la nada eran lo mismo, una vacía monotonía, como un camino interminable que no lleva a ningún lado. Pero luego de la hazaña de Herbos llegaron los primeros colores a la existencia, tres fueron: el rojo, el naranja y el amarillo. Con ellos apareció aparejado también el blanco, más no era un color, simplemente era el contraste con la oscuridad y poseía su independencia. De ellos derivaron tonos distintos y magníficos, ya fuesen brillantes y graciosos, o por el contrario, opacos y apagados.
Herbos adoptó los colores de su creación y estos lo rodearon tomando formas indescriptibles, nunca iguales, siempre danzantes que irradiaban una extraña energía, envolvente, luminosa, cálida, pero de una fuerza terrible y atrapante. Herbos la llamó más tarde Niriel, cuando su propia lengua hubo formado; tras el paso de las edades, en el tiempo de los creados, tomaría otros nombres dependiendo de los pueblos, las razas y las culturas, sin embargo, en el idioma en que se les otorgara a los hijos de los creadores, sería conocida como Fuego.
Con la ayuda del fuego, Herbos logró infinidad de obras de una fuerza indefinible, formó miles y miles de colosos ígneos que poblaron la vastedad del vacío y le dieron identidad. La primera de sus obras fue la mejor, de poder incandescente y de un resplandor interminable, y con estas nuevas creaciones, otro ente que había surgido con los colores, se gestó de la propia esencia del primero y se sometió a él: Bolmanis se lo llamó, el amo del resplandor del fuego, y fue quien adoptó como emblema el matiz blanco.
Bolmanis fue igual que los otros entes que aún no llegaba a Ser, siempre meditante en busca del poder de la creación de su propia constitución superior, y solo logrando dominar con su ínfima realidad el débil resplandor del fuego. Aunque era algo distinto de los otros, pues poseía ya su nombre y su matiz, y solo le faltaba lograr su esencia, sin embargo, Bolmanis había aparecido como un dependiente, y esa condición jamás cambiaría, llegase o no a Ser.
Transcurrían las etapas de la eternidad sin nombre y la cantidad de obras de Herbos primero seguía aumentando.
Los cuatro entes restantes continuaban con inflexible determinación sometidos a su meditación, y en su concentración superior, poco caso hacían de las gracias que lograra Herbos, tal era su dedicación y compromiso hacia sí mismos.
Y larga fue la espera, y numerosas las edades que hoy podríamos nombrar que transcurrieron entonces. El primer Ser, devoto también a si mismo y a su habilidad, pobló el vació e incontables se volvieron sus obras en él, así fue que, mientras se dedicaba a si mismo, percibió el cambio que se obraba en otro de los entes. Otro de ellos consiguió Ser y lograr el don de la creación: fue llamado Derbas, el segundo.
Al igual que Herbos, Derbas también trajo colores a la existencia cuando logró su realización, eran diferentes a los anteriores, y eran más numerosos, pero de gran parecido entre ellos: diferentes tonos de marrones y grises adoptó, y como antes le había pasado al otro Ser, él mismo fue rodeado por estos. A diferencia del primero, Derbas adquirió una forma definida y sólida, áspera pero suave a la vez, y sin embargo, blanda a voluntad; al igual que el fuego, esta también fue agraciada con su propio poder y energía, logrando ser tan inconsistente como dura y tan dispersa como compacta. También fue nombrada esta obra por su creador, Kedrar la llamó más tarde en la lengua que los Seres se regalaron a sí mismos, también recibió otros nombres entre los pueblos que se formaron luego de quienes nacieron, pero en la lengua que se les otorgó de los perecederos, Tierra fue su nombre más difundido.
Derbas, al igual que Herbos, logró sus propias obras, tratando, en un principio de copiar las inmensas bolas de fuego del primero. Nunca logró conseguir su esplendor, porque carecía de la esencia propia del primero y aún no se adecuaba a la propia, ya que no había contemplado que fuese distinta de la de Herbos y había anhelado ser similar a él y poder igualar sus obras. Tristemente para el segundo, sus creaciones, al lado de las del primero, solo eran esferas insípidas de tierra, roca y metal, mucho menores en tamaño, y de mucho menor poder, y aunque lograra aplicar ciertos colores del primer Ser a sus creaciones más maleables, no cabía comparación entre las obras de uno y otro.
No pocas edades transcurrieron desde que el segundo de los Seres lograra la creación y muchas de sus obras poblaran el infinito junto a las de Herbos, cuando, luego de mucha meditación, otros dos entes consiguieran también el poder supremo de que los Seres ya gozaban plenamente, y a su vez, ellos mismos pudieron Ser. Su logro se produjo casi al mismo tiempo y fue por eso que luego fue muy común que sus obras se contemplaran con mayor valoración en conjunto: un fuerte vínculo quedó sellado entre ellos desde los inicios. Los nuevos Seres fueron Augos tercero y Tembos cuarto.
Augos logró hermosos colores con su creación, diferentes azules y celestes de profundidades insondables y sin embargo, de a momentos transparentes y confusos a la vista. Cuando lo envolvieron y vistieron, le dieron una consistencia extraña y también confusa: fluía, deshaciéndose y uniéndose a sí misma sin dificultad, marcando a su paso rastros que luego se perdían. A través de las creaciones de Derbas se entremezclaba y dispersaba; cuando se la acercaba a las obras de Herbos, se deshacía en voluptuosos vapores, casi perdiéndose a la vista. Por otra parte, cuando la obra de Tembos la tocaba, se movía y agitaba, incluso se dispersaba. Se la llamó Carnari en la lengua de su creador, y a pesar de recibir numerosos nombres entre los hijos de los creados, el que perduró fue el de la lengua de los Seres para ellos: como Agua se la conoció desde entonces.
Tembos, por su parte, logró una obra extraña y confusa. No surgieron colores nuevos con su llegada y su forma fue realmente extraña, indetectable para la vista sin la ayuda de otros elementos que se entremezclaran en ella, incolora, pero danzante y suave al tacto, y de un poder muy diferente al resto. Desarrollaba una fuerza increíble cuando se deseaba, agitando y azotando a las obras de los otros creadores, y sin sufrir ella ningún efecto cuando ellos intentaban someterla con sus creaciones. Esa era su gracia y sin embargo también su desventaja, porque se volvía muy difícil de controlar en su incesante rebeldía, en su completa libertad para evitar las normas que a los otros los sometían. El nuevo elemento recibió varios nombres, dos por cada lengua que fue desarrollada: cuando se hallaba en movimiento fue nombrado en la lengua de los creados como Viento, y cuando estaba quieto simplemente se lo llamó Aire. Su artífice, por su parte, solo un nombre le quiso otorgar: Indulér.
Con la llegada de esta última obra, un extraño sentimiento que todos ellos habían albergado ocultamente e inconscientes de poseerlo, afloró y los enfrentó entre sí, porque Tembos, sintiendo su obra inferior a las otras, desató un triste conflicto que se prolongó indefinidamente.
Herbos, por su parte, sintió ambición y avaricia, deseaba más y más obras de la magnificencia de la primera y se volvió arrogante; Derbas, abatido al comparar sus creaciones con las del primero, sintió un odio acérrimo por él, incrementado por sus insatisfechos anhelos; Augos, sabiendo que no lograría crear colosos como los de los otros dos, a su vez envidió y detestó sus obras; y Tembos, siendo su creación la más insustancial, sintiendo a pesar de todo una terrible envidia, se jactó con gran soberbia de ser artífice de un elemento que no podía ser dañado ni modificado por ninguno de los otros.
Estas fueron las razones de que ira espantosa y funesta lograra promover entre ellos un cruento e innecesario combate. Muchas de las más hermosas obras fueron destruidas sin miramientos en el proceso y a pesar de que los cuatro Seres se atacaban con fuerzas inimaginables en estos días y se lastimaban de formas tan terribles como nunca más volvieran a verse, ninguno podía llegar a su fin por medio de los poderes que los otros poseyeran. Siendo esto así, el conflicto estaba destinado a continuar interminablemente, pero mientras los cuatro Seres batallaban incansables, el quinto ente terminó su meditación y logró Ser a su vez.
No logró con su hazaña nuevos colores, puesto que ya había adoptado un tono, ni logró nuevas creaciones, puesto que él no era uno de los cuatro originales, sino parte del primero; él, en cambio, a la gracia que se le había concedido en su origen, la purificó y la volvió magnífica, la encausó en usa esencia poderosa e implacable capaz de destacarse más notoriamente cuanto más abrumada era por su contraparte. La llamó Simrai, el fuego blanco, aunque fue conocida ordinariamente en la lengua de los creados, como Luz Blanca, destello o hasta Relámpago.
Investido con esta nueva fuerza, Bolmanis intervino en el conflicto y desató su poder sobre cada uno de los cuatro. Los Seres recibieron sin aviso ese golpe, el más fuerte de su existencia, y fue como si una parte de ellos los abandonara. El conflicto se detuvo, y la desgracia que sembraran en sí mismos y cultivaran hasta que se irguió en proporciones abrumadoras, los dejó, pero al ocurrir, un nuevo ente se formó.
Con el fin del conflicto las creaciones se reanudaron. Restituida la armonía, los cinco Seres se unieron para formar nuevas obras, y su unión voluntaria derivó en el nacimiento de un nuevo ente, que casi inmediatamente logró Ser: Dilnos sexto se llamó y su don original fue el de cimentar entes constituidos de una esencia inferior, aunque imperecedera mientras los Seis existieran.
Los Seres comenzaron nuevas obras y dedicaron especialmente sus esfuerzos a una serie de labores. Una gran esfera de fuego fue creada en el centro, irradiando una luz que alcanzaba distancias asombrosas del vacío y no se hallaba tan lejos de la primera esfera que Herbos formara, pues podía contemplarse como un punto brillante en la lejanía. Varias esferas de diferentes tamaños se crearon también a su alrededor, hechas de fuego en el centro, roca, metal, y tierra que las cubría, agua fluyendo sobre esa cubierta, y rodeadas por capas y capas de aires y vientos de diferentes consistencias que les daban forma. Todas se movían rodeando la esfera ígnea del centro en un movimiento fijo, llevadas por una fuerza que entre ellas generaban y mantenían. Así tuvo su autonomía.
Dilnos, en su joven existencia, solo tuvo poder para lograr la vida en una de las esferas del grupo, a la que ellos llamaron Ilniari, el mundo. Muchas criaturas se originaron de variadas formas y tamaños, adaptadas a tales o cuales sitios del hogar que se les diera, que no era uniforme, sino variado y distinto en sus partes. Derbas les dio un cuerpo, Augos les dio una inteligencia propia, Tembos les dio voluntad, Herbos les dio un espíritu, Bolmanis les dio el nacimiento, y Dilnos les otorgó la gracia de vivir y morir; los seis juntos, lograron que los creados fuesen corpóreos.
De su llegada a Ilniari muchas cosas se dijeron, y muchos fueron los cambios que sufrieron todas las criaturas hasta adquirir su última y definitiva forma. De los hijos de los Seres, los más célebres fueron los que se llamaron Nimir, o Nimien, en plural, que formaron numerosos pueblos y se repartieron el mundo.
Constituido Ilniari y poblado, el séptimo de los entes, aquel que aún no había logrado lo que los otros sí, llegó a Ser también, aunque resultó muy distinto a los otros.
El séptimo, que se llamó a sí mismo Malnus, no trajo nuevos colores, sino que adquirió el tino del vacío, la negrura infinita y profunda que parece en sí misma insondable, y fue así porque él mismo estaba formado de la profundidad insondable de los otros, era la esencia que los otros rechazaran al dejar de estar escondida en ellos. Siendo constituido por el rechazo de los otros, albergó en su existencia lo que los otros expulsaran de si mismos y cultivó los sentimientos que los otros no mucho antes rechazaran por la gracia de Bolmanis. Fue también por esa acción del quinto Ser, que el séptimo se transformó en su antagonista, porque como antes la luz se destacara en el vacío por ínfima que fuese, así también la oscuridad de ese vacío podía destacarse en medio de la luz más abundante.
Más allá de esas características, la mayor diferencia entre los otros seis y este séptimo llegó a otro nivel. El último, siendo parte de cada uno de los otros, cuando logró Ser, surgió de igual modo que los hijos de los otros Seres y adquirió corporeidad, pudiendo andar encarnado en el mundo al igual que los nacidos y entre ellos.
Así se originaron los siete Seres y fue ese el principio de su obra. Asimismo, fue ese también el inicio de su interminable antagonismo, porque Malnus llevó a Ilniari lo que los otros rechazaran por perjudicial e hizo que se volviera propio de todo lo creado y de todos los nacidos. Sin saberlo, otorgó equilibrio a las obras y existencias, y les arrebató la carga de la eternidad a las cosas creadas, completando con ello los ciclos que debían regir la vida: aportó decadencia y muerte.
Así sucedió que fueron siete y ya no volvieron a ser seis nunca más. Por más que los seis primeros se esforzaran y lo intentaran, ya no había una vuelta atrás en su número porque los que llegaban a Ser, ya no podían ser destruidos por los medios que los otros poseyeran. Siete fueron en esas épocas sin nombre y siete son hoy, porque ese es el número destinado a ser.
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