Cierta tarde me vi reflejado en un espejo y desde entonces me enamoré perdidamente de mí. Fue el comienzo de interminables coqueteos, guiños y señales. Me fui fiel en todo sentido y me amé como nadie ha amado nunca. Fue un asunto de piel, amarme, era cosa fácil, imaginé que duraría toda la vida, no importando las distancias, porque siempre estaría conmigo. A veces me celé por estar profundamente interesado de alguien y fueron noches de pesadilla las que pasé, recriminándome e insultándome por estas infidelidades que aparecían de tanto en tanto, para oscurecer este romance.
Me amé demasiado, tanto como a nadie había amado. Me veneré, me idolatré y por lo mismo, me desprecié, varias veces terminé conmigo y me reconcilié con pasión desmedida.
Pero, tanto amor, tanta voracidad de los sentidos, tanta entrega, provocan, a menudo, un hastío visceral. Esto no lo captamos hasta que nos damos cuenta que el ser amado, ya no lo es tanto. Comenzamos a visualizar sus pequeños defectos, sus insoslayables vicios, todo ello, marcado por la rutina que decolora y empobrece cada aspecto de ese deslumbramiento.
Y ya no fue una fiesta contemplarme en el espejo y guiñarme un ojo, se acabaron las caricias y las palabras de halago. Mi despecho fue una cruel herida que sangró a raudales, mas, de esa sangre no bebí ni una sola gota.
Pasaron muchos años de alejamiento mutuo, no intenté hacer las paces porque para mí, yo había muerto.
Hasta que un día me miré al espejo y allí estaba, solemne y desencajado, pero con aquella luz en los ojos que parecía imantarme. Entonces me dije que esa luz era mi perdición y me arrojé a mis brazos y me acaricié y me rasguñé hasta hacerme daño. Luego salí al patio conmigo y arrebujado en mí, contemple la bella luz de la luna.
Aún estoy conmigo…
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