No había nada mejor que ir a la cocina de la abuela entre las tres y media y las cuatro de la tarde (sin querer meterse en líos de equinoccios y solsticios). Para mí era suficiente y adecuado estar a la hora precisa con un buen par de limas relucientes y mucho tiempo libre.
Sentarse adentro de la cocina con las piernas extendidas al sol sobre una silla era lo máximo. Y aún venía lo mejor: los conejos cuis. Me sentaba por horas contemplando como esos pequeños roedores se arremolinaban alrededor de las cáscaras de lima que les iba arrojando; uno tras otro y sin descanso se engullían los bocados disponibles -ellos también tenían su festín debo admitir- mientras, a mi propio paso, yo engullía los míos. Fascinantes animales, veloces, ágiles y tan inofensivos (sólo a la vista). Era bastante gracioso ver voluminosos cuis macho delante de diminutos conejillos juveniles y otros de moderado tamaño, ¡todo un arcoiris de tonos sepia!
A pesar de semejante revuelo, debo decir en mi defensa, que nunca traté de provocar camorra entre los susodichos ni tampoco era mi afán contribuir al deceso de alguno -al menos no podía competir con la habilidad de mi abuela y su afilado cuchillo. A veces, me gustaba agarrar a algún pequeñito cuis al que le ponía nombre, sólo momentáneamente, ya que de seguro se me olvidaba o al día siguiente era imposible reconocerlo entre una (con seguridad) nueva camada. Esos canallas se reproducían como... eh, bueno, como conejos. Pero no eran ellos lo único que crecía dentro de la cocina de mi abuela, sino también su excremento. Mi abuelo y mi tío limpiaban el lugar una vez al año y se deshacían de la mencionada negrura. Ese día era el día más esperado: maravillas puestas al descubierto, infinidad de insectos nuevos y los omnipresentes gusanos. Por alguna extraña razón me encontraba en una etapa en la que no podía entender o sentir el significado de la palabra repulsión; a mis hermanas les pasaba todo lo contrario y siempre que ocurría me observaban desconcertadas desde la distancia y a buen recaudo. Esos gusanos eran la mejor parte, aunque debo confesar que lucían bastante diferentes a los que alguna vez ví saliendo del cráneo de carnero que mi abuelo clavó en la pared de dicho lugar. Eso pasó mucho tiempo después de la última vez que limpiamos la cocina de mi abuela, cuando pude por fin entender muchas cosas, pero aún no lo he podido olvidar |