El árbol era retorcido como un pecado, su corteza áspera y negruzca se cuarteaba, conteniendo a duras penas el alma pútrida de aquella planta salida de las pesadillas. Sus gruesas raíces se aferraban a la tierra cenicienta, pues la vegetación no osaba tender sus hojas al cielo en aquel lugar maldito.

Nadie se acercaba a sus frutos, de color púrpura y aspecto jugoso, que ofrecía al aire en un gesto de inquietante generosidad. Ni siquiera los pájaros los picoteaban, caían maduros, desperdigándose sobre el terreno yermo, y allí se descomponían sin paladar que los catase, pues se decía que su sabor era amargo como la muerte y el probarlos era un acto tan nauseabundo como el canibalismo.

Cuenta la leyenda que el árbol crecía tanto hacia arriba como hacia abajo, reptaba su raíz profundizando en la tierra, nutriéndose de los cuerpos corruptos que albergaba. Pues los más ancianos recuerdan que aquel lugar se usaba como fosa común, donde se arrojaban los cadáveres de los repudiados: bandidos, criminales y demás maleantes; que fueron condenados y enterrados sin cristiana sepultura, justo bajo el suelo en el que alzó sus tétricas ramas.

He aquí que un día azul apareció, a lomos de un robusto corcel, un caballero de los de brillante armadura, espada presta e ingenio lento. El doncel se percató del mal encarnado que ensombrecía aquel pueblecito de fachadas blancas y tejas grana. Se pertrechó con un hacha, y acometió la faena con la intención de convertirse en el héroe de la villa.

Lo que nunca preguntó el apuesto guerrero es por qué siendo una tarea tan sencilla, nadie antes que él la hubo llevado a buen término.

El caballero asestó los primeros tajos y melló el tronco, arrancando el olor de la inmundicia, pero solucionó este pequeño contratiempo resguardándose el olfato con un pañuelo anudado en la nuca.
Al continuar la faena el trabajo se le hizo más desagradable, pues la savia, roja y espesa como la sangre, salpicaba con mayor violencia a medida que la herramienta se hundía en la madera.
Cuando la planta comenzó a vencerse, escuchó los gritos. Pensó que provenían de los miedosos aldeanos, que temían por su seguridad, de manera que los ignoró. Era cierto, en parte, pues los habitantes le voceaban desde el pueblo distante, sin valor para acercarse. La otra parte de la verdad era más difícil de aceptar: el árbol mismo emitía quejidos y lamentos apagados, suplicando en un idioma que el hidalgo no entendió.

Solo cuando lo hubo talado por completo, comprendió el joven la naturaleza del embrujo que había deshecho. No era el pueblo la víctima, sino los que moraban bajo las afiladas raíces.

Manos descarnadas surgieron de la tierra, clavándose ansiosas en las carnes del muy ingenuo. Los brazos esqueléticos y los cráneos peludos se elevaron sonriendo sin humor al pobre desgraciado.

Aquel fue el fin del caballero, devorado vivo por los que ansiaban la sangre que les fue drenada.
Aquel fue el fin del pueblecito, arrasado por la venganza ciega de los condenados.

Maldito por una maldición rota, el lugar fue borrado de los mapas, para que ni curiosos ni incautos cayesen en las manos de los abominables muertos, que aún hoy rondan sedientos los alrededores del árbol caído.


MORALEJA: “No tales árboles, o te comerán los zombis” :-D