"El giro atravesaba los colores. La fantasía se arrimaba lentamente hasta su lengua y la hacía palpitar. Estaba llena de frutas exóticas en esa tórrida noche de vueltas, de sed intensa que abrasaba la boca y que ni los jugos de esas ambrosías conseguían aplacar."
Se levantó repentinamente y tiró, sobre la cama, el libro que estaba leyendo. No le apetecía seguir ese cuento que la estaba adormilando. Era invierno muy frío, tras la ventana se podía ver como la respiración salía en forma de un humo blanquecino por las gargantas. Se frotó las manos con ahínco para intentar calentarlas. No tenía la calefacción puesta, no le gustaba el olor que desprendía. Llevaba tres meses viviendo en aquel sitio. No le desagradaba aunque tampoco es que le gustara. Vivía en él por que en algún lugar tenía que hacerlo y la mensualidad que le pasaban no le daba para más. Caminaba a lo largo de la única habitación que había. Le servía para todo: dormitorio, cocina, salón, baño, hasta tenía una pequeña biblioteca con un nutrido conjunto de volúmenes de escritores malditos. Y quizás eso fuera lo que jamás querría perder de todo lo que poseía. Tampoco es que fuera mucho, casi todo lo había vendido para pagar sus excéntricos caprichos. Más bien eran vicios caros que la absorbían durante días hasta que se producía una catarsis en su espíritu y caía en una especie de retiro de lo mundano. Se transformaba en un alma pura. Eso poco le duraba, con cualquier cosa volvía a caer en esa repetición convulsa del placer recién conseguido. Descubría algo nuevo, algo que la motivaba y sin pensarlo se movía hacia él sin darse cuenta de lo que hacía, solo la constante realización del acto, del estimulo y el placer efímero como premio al conseguirlo la mantenían como en una especie de hipnosis que no la dejaban salir de la situación. Podía ser cualquier cosa, había pasado por casi todas.
Esa mañana fría caminaba sin parar. Tenía un desasosiego interior. Sabía lo que le pasaba. Esa dependencia, ese realizar algo que la abstrajera esperaba ansioso salir de nuevo. Desde el último despertar habían pasado tres meses. Justo el tiempo que llevaba viviendo allí. Había estado enferma. Durante dos meses solo comió ostras. Esperaba deseosa la hora del almuerzo para ir a un restaurante y pedir ostras. Las saboreaba una a una, las chupaba como si fueran comida de dioses, pasaba la lengua por ellas recogiendo hasta el último de sus líquidos. Después salía y solo vivía para que llegara el siguiente día y repetir el ritual con la mayor devoción que nunca se hubiera visto. Enfermó y aun sin fuerzas solo pensaba en paladear esas ostras divinas. Y de pronto, como siempre le ocurría, todo pasó. El acto reflejo desapareció o más bien se permutó transformándola a ella en otra persona, trayéndola a la normalidad.
La desazón la engullía, recorriéndola de pies a cabeza. Desde que se levantó lo intuía. Ese día necesitaba empezar con un nuevo acto reflejo que la llevara a un placer instantáneo. Hacía demasiado frío para salir a la calle, aun así no lo pensó mucho y se puso su abrigo estilo zarina y su gorro de piel. Bajó las escaleras casi atropellando a dos personas que subían. Abrió la puerta de la calle y un viento helado envolvió su rostro contrayéndolo de inmediato agitando cada milímetro de piel y cada músculo de la cara. Cerró de golpe la puerta y la volvió a abrir. La misma sensación la embargó. Allí estaba su nuevo rito, su nuevo quehacer que la subiera al éxtasis y la bajara a los infiernos. Realizó el mismo movimiento decenas de veces. Abrir la puerta, sentir el frío y cerrarla.
Un vecino del edificio de enfrente la observaba preguntándose lo extraño del movimiento de abertura de la hoja de la vivienda. Intrigado hasta más no poder se acercó para preguntarle a la muchacha el por qué de su proceder. Ella le relató detalladamente todo el proceso que se producía en las terminaciones nerviosas de su rostro y como ese cúmulo de sensaciones la hacían solo querer repetir el mismo experimento a pesar del frío intenso y del dolor que le producía ese choque con su piel. - ¿No has probado a excitar otras terminaciones nerviosas de tu cuerpo? La chica le indicó que no con un ligero movimiento de cabeza. La cogió del brazo y la llevó hasta su estudio. Le enseñaría nuevas formas.
Allí las agujas penetraron su piel durante días y noches. No quedaban milímetros de epidermis sin ser atravesados por las finas lancetas. Cada introducción bajo su pellejo lo esperaba con anhelo, no por lo que sentía sino por lo que dejaba de sentir cuando la sacaba. Era una experiencia distinta a todas las anteriores, un rastro indicaba por donde iba el trabajo realizado. No solo hacían eso, entre sesión y sesión, él besaba todo su cuerpo, lo acariciaba con sus dedos y lo humedecía con su lengua, la hacía subir en espasmos y oleadas de placer intenso mientras la penetraba.
Esa convulsión, ese deseo que tenía que colmar duró meses, más que ningún otro hasta entonces. Él realizó un trabajo estupendo sobre su piel. La transformó del blanco lechoso a toda la gama del arco iris, de la lisura a los volúmenes y las perspectivas simuladas, de la sencillez a la voluptuosidad, de la aridez del desierto al más frondoso de los oasis lleno de multitud de flores. Sobre todo había eso, flores, paisajes idílicos, versos escritos con trazos arabescos, besos de fuego, aromas incluidos en la tinta que salían por sus poros inundando las estancias que ella visitaba. La convirtió en un bello cuadro, la dibujó con tatuajes indelebles que perdurarían por siempre, eternas huellas, la obra más valiosa de toda su carrera, ya que él era un artista que experimentaba nuevos medios. Y no quedó nada sin tatuar, sin traspasar por las agujas mojadas en tinta de todos los colores. Tampoco quedó ningún trozo de piel que no trastornara mediante besos llevándola al éxtasis más profundo.
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