Victoria y yo salimos a pasear en la tarde como es normal. Vamos al parquecito que está como a un kilómetro del hogar. Este día fue diferente, los noticieros matutinos habían pronosticado tormenta eléctrica. Como es normal con este clima Victoria cambia mucho su comportamiento: mientras se acercaba la hora de nuestra rutina ella se demoraba más que de costumbre en la limpieza de la casa, y desde los rincones decía que la embargaba una ansiedad terrible; estuve a punto de ceder a no salir cuando una llovizna se desprendió; pero a pesar de eso y de que Victoria alegaba y alegaba que no traía puestos sus pantalones cómodos, que no traía sus zapatos tenis, que tardaría mucho en cambiarse, que el quehacer de la casa, que…Yo, que conozco bien sus estados, le insistí recordándole las indicaciones del médico de salir a caminar por lo menos una hora diaria.
Al fin salimos, resignado a perderme el principio de mi noticiario favorito de la tarde-noche, mas con la esperanza de llegar cuando todavía no dieran las noticias policíacas.
Cuando llegamos a la avenida lateral para cruzarla por donde está menos peligrosa, vimos a una niña caminar en medio de la calle: la niña pelirroja con vestido color ocre, iba con la vista fija en los helados que vendía una muchacha en un carrito estacionado en la acera donde estábamos nosotros. Nuestros gritos de alerta de nada sirvieron, el automóvil gris platino volteó intempestivamente, como es normal que den vuelta los vehículos en esta calle, y cuando quiso frenar y esquivar a la criatura antes del impacto, sólo logró derrapar sobre el pavimento húmedo para detenerse un instante varios metros adelante y seguir a alta velocidad como es normal que se transite en esta calle, después ya no vimos por donde se fue el auto. La niña dio un grito ahogado y la sorpresa nos inundó a los tres; Victoria y yo no atinábamos qué hacer, corrimos hacía donde estaba el cuerpecito de la niña ya sin un zapato y en la mano casi abierta dos monedas de un peso; la otra mujer que estaba cerca llamó a una ambulancia desde su teléfono personal y salió apresurada, tal vez para pedir otro tipo de ayuda más rápida; la de lo helados había desaparecido; una mujer más llegó corriendo un poco después, desfalleciendo apenas llegó a donde estaba la niña.
La ambulancia tardó en llegar y la calle se llenó de coches y de gente que gritaba que no movieran a la niña, que le prestaran auxilio, que no le taparan el aire, que quién sabía primeros auxilios, que si había un doctor presente, que… Victoria y yo nos hicimos a un lado pues estuvieron a punto de suceder otros accidentes, como es normal que sucedan en esta calle.
La niña quedó boca arriba, tenía apariencia como de cuatro a cinco años, con carita angelical aunque pálida; un bracito lo tenía extendido y la mano completamente abierta, como diciéndole a alguien que se detuviera; el otro brazo lo tenía doblado y con la manita queriendo apretar sus dos pesos, como aferrándose a un anhelo; sus piernecitas estaban rotas, se veían deformes, pareciera que quisieran correr a todo lo que podían, pareciera que quisieran volar.
La ambulancia por fin llegó, como es normal con ellos llegaron los reporteros y las autoridades pidiendo informes detallados a los presentes que para entonces éramos una muchedumbre. Preguntaban qué había sucedido y cómo había sucedido y la gente daba sólo algunos datos o datos falsos; en la gente que estaba cerca de nosotros logré contar por lo menos cuatro descripciones de diferentes coches. Victoria y yo decidimos acercarnos a un agente de tránsito para decirle la verdad: que mucha gente que estaba allí ni siquiera vio cuando ocurrió el atropello; le dimos los datos del coche gris, la marca, el modelo y los pocos rasgos que logramos ver del conductor, pero la placa del automóvil no porque no tuvimos tiempo de tomarla; todo fue tan rápido.
La ambulancia sólo se llevó a la mujer, la niña permaneció más tiempo tendida debido a que tuvieron que llamar al forense y al ministerio público para que diera fe del fallecimiento. Cuando llegaron los de la ambulancia del forense ya la mayoría de la gente se había retirado, pero Victoria y yo permanecimos allí hasta el último instante acompañando al cuerpecito como si fuera alguna hija nuestra.
Por supuesto ya no hicimos nuestra rutina como es normal; nos regresamos a la casa derrotados, Victoria lloró con mucho sentimiento, como nunca la había visto llorar, yo también sentía mucha tristeza y desvelamiento y vulnerabilidad; me preguntaba por qué pasaban cosas como esa; pensaba en los verdaderos padres de la pequeña; cómo seguir la vida ante esa pérdida.
Al llegar a casa le pedí a Victoria que me preparara un té, no porque tuviera ganas de tomarlo, sino para que ella se mantuviera ocupada y no fuera a encerrarse en su cuarto y me dejara también a mí solo en la sala.
Cuando me acomodaba en el sillón para ver el noticiario, vi una sombra cruzar por la ventana que da a la calle, no sé por qué me sobresalté, si como es normal siempre pasa gente frente a esa ventana; me acerqué y vi una figura, le grité a Victoria para que viniera…
Harapiento como una percha anticuada el sujeto se adentró hasta nuestra sorpresa, hasta nuestro miedo, ya había cruzado la cerca y la puerta para llegar al umbral sin voltear siquiera a ver el timbre; pero se detuvo, sus ojos lo delataban que hacía una introspección; nosotros permanecíamos al borde del pánico, Victoria preparó la escoba detrás de la puerta y varias tazas en fila lo más cerca de sus manos; yo no tuve tiempo de correr a la planta alta por la pistola pero tomé un cuchillo y lo escondí entre mis ropas. El tipo buscaba algo en el aire, desvariaba en sus movimientos, no se decidía a terminar su cometido, pensamos que su locura llegaba a los límites más terribles, donde ni siquiera había conciencia. Yo para ese entonces temblaba, me odiaba por tener tan escondida la pistola, por no haber ido por ella; busqué en la alacena alguna otra cosa más para defenderme y encontré en el fondo una botella de cerveza de las que tomo a escondidas de Victoria debido a mi diabetes, me brillaron los ojos y me sentí imponente, liberado; con esa seguridad me decidí abordar al intruso: sus ojos estaban perdidos en la lejanía, al enfocarme se quedaron fijos en mí, pero sin verme, como resguardándose; no me escuchaba lo que le decía pero asentía y baja la cabeza. Me contó que le fueron a avisar a su trabajo que un camión urbano había arrollado a su mujer con su pequeña hijita de cuatro años y que su pequeño angelito había fallecido, que el salió corriendo dejando todo en el taller pero se perdió entre las calles, que lo disculpara si me perturbaba en algo, que no quería llegar a su casa, que quería morir, que…Se marchó corriendo antes que pudiera hacer yo algo. Después vino la lluvia.
Victoria renunció al siguiente día.
José Ramón Monsiváis Arismendi
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