| 	El señor Aldana era un hombre curvado por los años, pero con una mente clara, ágil y una tenacidad inflamada.  Le había llevado mi máquina de escribir, mi estufa y una lámpara de gasolina.  Aquí todo se compone doctor — me dijo. Era una tarde desvitalizada y antes de instalarse la noche, distribuye sus señales: bandadas de pájaros peleando por  las ramas de los árboles y el viento se hace de café recién hecho.  Era testigo de la invasión nocturna: sobre las calles, asomando por las puertas,  salía la luz desteñida de los quinqués  y entre la hierba de los patios se prendían   las luciérnagas; de la arboleda irrumpía el concierto de los pájaros chisteadotes y del empedrado de las calles salía el griterío de los chamacos que corrían bajo la luz de la luna.
 Esa noche prendí las lámparas y saqué de mi cajón la baraja de naipes. Celedonio  vendría  y jugaríamos  una  partida  para  ir matando las horas.  En lo mejor de la partida, su grito  me movió la oreja.
 
 -¡Súbase a la silla médico! Acaba de entrar una víbora.
 Hizo la silla a un lado, desenfundó el  machete y  fue tras ella. Instantes  después la culebra se movía sin cabeza.
 
 -No está muy grande, pero su mordida puede mandar al panteón a cualquier cristiano. Por precaución médico antes de dormir abra bien los ojos, no sea que por allí ande otra.
 
 Abriendo el día   tocaron a mi puerta. Era una persona  que vestía pantalón-los indígenas utilizan  un vestido blanco que los mestizos llaman calzón. Había que ir a una comunidad que estaba en la cuesta  de la montaña.. Fue poco más de una hora  por  un camino de lajas y una tupida vegetación. Por esos lugares la humedad empapa;  por las paredes  rueda el sudor cristalino de las piedras y al mirar hacia arriba  los  helechos parecen saludarte.
 
 La paciente  era una señora de mediana edad que presentaba un cuadro de dolor abdominal de probable órigen vesicular que cedió a los analgésicos.
 Era cerca del medio día y en el regreso me acompañó  un campesino. Hablamos del maíz, de cómo se daba antes, de las plagas que lo diezman y el tiempo  se reduce cuando se platica.  Me hizo una seña que me callara y de un salto sujetó la rienda de la  yegua y  sigilosamente  pasamos el camino estrecho y de lajas.  Unos metros después  me regresó  el mando.
 -	¿No vío la víbora?
 -	¿Cuál  víbora?
 -	La que estaba enroscada en la rama del tamarindo.
 -	No la ví.
 -	Eso pensé. Por aquí las llamamos chicotera y desde arriba salta  si percibe amenaza. El peligro está en que el animal se asusta y puede hacer caer  a quien  monta. Por eso tomé la rienda de su yegua y le hice la seña de que no siguiera hablando.
 
 Casi llegando al caserío nos despedimos. En la tarde después de comer, llegó otra persona que venía de un poblado  opuesto al que había ido.  El problema se repetía: un niño que no podía nacer. Esta vez  me acompañó Celedonio y nos hicimos   poco más de horas para llegar a la vivienda. Por el camino atravesamos varios arroyos y en uno de ellos estaban dos víboras  trenzadas  y con  las fauces abiertas. Fue una imagen  de segundos, después desaparecieron en la maleza.
 Cuando llegué a la vivienda, tuve la alegría que el niño había nacido, pero al revisar la placenta, encontré  que no estaba completa.   Le dije al esposo el riesgo y también a la partera. A  la señora lo que tendría que hacer y el dolor que le causaría,  pero a cambio de eso disminuiríamos el peligro de sangrar. Enrede  una gasa alrededor de mis dedos y  los sumergí en el pozo de la vida y a manera de una legra raspé las paredes de la matriz. La mujer de esta tierra tal vez por los sufrimientos históricos que ha tenido tiene un alto nivel  para soportar el dolor y ella no fue la excepción.   El sangrado se hizo mínimo  después de que administré la inyección de Ergonovina.  Una hora después  me despedí cuando comprobé que  tanto el niño como la mamá estaban bien.
 
 Regresé en la noche. Me esperaba otra dificultad.  Había un niño que se encontraba muy mal, tendría  tres o cuatro años, venía  con los ojos  hundidos,  su voz era un quejido y sólo  clamaba por su mamá. Irritable y  con una historia de vómito y diarrea de doce horas, el niño lo que requería era una hidratación de emergencia y sobre la cama me apresuré a canalizarle una vena. Le di la instrucción a los padres, que no lo dejaran mover, y mientras  yo intentaba poner dentro de su  frágil vena una aguja,  los padres con firmeza lo sujetaban, él vomitó y al estar inmovil, todo el contenido se fue a las  vías de respiración y se ahogó… Cuando me di cuenta,   abri su boca, con mis dedos saqué restos de alimentos y  metí  el aire de mi pulmones a los suyos… pero nada… le di masaje al corazón  por no  sé cuanto tiempo intentando reanimar, pero  no obtuve ninguna respuesta. Saqué del maletín adrenalina e inyecté directo a su corazón… pero  el silencio se hizo denso y la noche más oscura. El bebé era el único hijo del campesino que horas antes me había advertido del peligro. ¡Dios!Tiene muchos años, pero mi dolor es reciente.
 
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