Estimado Don Patricio:
No tengo otra intención, enviándole esta misiva, que la de hacerle reflexionar sobre la existencia del ser humano y la extraña facilidad de ésta para evaporarse.
Estando yo el martes dieciséis de octubre, de mil novecientos treinta y nueve, apostado en mi puesto de guardia; sin más compañía que la de mi escopeta y cinco cartuchos del doce, rondando las doce y media de la mañana; no cupe en mi asombro al descubrir tamaña sorpresa que me brindaba la fortuna. Se encontraba usted patrullando, desmontado y con las riendas de la jaca en mano, respaldado por dos de sus perros serviles (me pareció distinguir al Extremeño y al hijo de la Jacinta). Conociendo la ruta que les asigna El Cuerpo, desde Valletedioso hasta El Miramar, pasando por el Barranco de Cuatromulos, no era de extrañar que algún día se me ofreciera la posibilidad de abatirlo a usted y a lo que usted representa.
Créame, estuvo encañonado durante al menos tres minutos. No sé si debo achacarlo a la congoja o a mi mala memoria; pues de haber recordado los acontecimientos próximos en el tiempo, no me cabe la menor duda de que habría terminado con sus galones, sus ideales y con su vida. Sin tan sólo hubiese recordado la agonía del Mariano, si hubiera sido capaz de ponerle rostro a alguno de la veintena de cuerpos que arrojaron hace dos meses a aquel pozo de cal viva, si la violación de mi prima la Isabel por varios de sus secuaces se hubiera alojado en mi mente; tenga por seguro que habría apretado el gatillo.
No me considero un hombre cobarde, el temor hubiese sido mal aliado en los tres años que llevamos superviviendo en esta sierra mustia. Tampoco me considero un hombre compasivo, no para con los doblegados al régimen ni con los asesinos (aunque lo sean de asesinos). Quizás estoy ya cansado de derramar la sangre de nuestro pueblo por motivos que nadie desde los mandos acaba de explicarnos, ni a mí ni a usted. Puede ser, no lo descarto, que soy consciente del poco tiempo que nos queda de resistir en la montaña. Sabemos que sabéis que nos queda poca munición, que nos refugiamos en la cara este del cerro, que los medicamentos escasean y que somos pocos.
Sólo espero, desde la desconfianza con la que la guerra ha curtido mi espíritu, que cuando tenga en frente y cautivo a Manuel Vidal Hermoso; sepa agradecer la oportunidad que de seguir viviendo sus días se le dio un martes de octubre de mil novecientos treinta y nueve.
Firmado: Manuel Vidal Hermoso.
A mi abuelo Clemente, que supo aprovechar sus días.
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