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Nunca pensó Abimael que la noche caería rotunda sobre su cabeza. De tanto andar por aquellos campos solariegos, perdió el rumbo y las horas se trenzaron con su acostumbrada certeza, transformándolo en un vagabundo friolento y temeroso. La oscuridad de los campos incentiva la fantasía y el pobre tipo, avanzaba en la penumbra como un alma en pena, imaginando que en cualquier momento se encontraría cara a cara con el Malulo.

Envuelto en sombras, con sus dientes castañeteando por el miedo que sentía y el frío que se colaba bajo su camisa, de pronto vio a lo lejos un punto luminoso. Su corazón dio un tremendo brinco al entender que aquello podría ser su salvación, a menos que fuese una hoguera en la cual hacían nefasto círculo los forajidos del Matadero.

Abimael era un escritor algo ocioso que se solazaba buscando situaciones nuevas que luego plasmaba en sus letras. Esta vez, sin embargo, había ido demasiado lejos al tomar un bus con rumbo indeterminado y descender de él en medio de estas agrestes soledades.

No eran los forajidos del Matadero los que se calentaban en una hoguera sino la luz que escapaba mortecina a través de una pequeña ventana. Era una casa que se destacaba en medio de la noche, cual nave en medio del mar. Abimael apuró el paso y cuando estuvo a escasos metros, lanzó un grito dantesco para atraer la atención de sus habitantes.

Al rato, asomó su cabeza greñuda una mujer de edad indeterminada. Entre sus manos, asía una escopeta herrumbrosa con atisbos de no haber sido utilizada durante años.

-¿Qué quiere iñor?
-Perdone señora, ando extraviado y sólo le pido un lugar en donde cobijarme y si le sobra buena voluntad, un plato de comida para calentar mis huesos.

La mujer hizo un extraño mohín y lo quedó mirando con desconfianza. Al parecer, muy pronto descartó que el desconocido perteneciera a la banda del Matadero, ya que le franqueó el paso para que ingresara a la casa.

La mujer vivía con la hija, la cual ya tenía dieciseis años y en esos momentos dormía en su habitación. Después de servirle un humeante plato de sopa, le dijo que la casa era pequeña, por lo que le permitiría dormir con su niña, que era pesada de sueño y de nada se percataría.

Abimael se sintió maravillado ante la excesiva muestra de confianza que la mujer aquella le brindaba y como era un caballero, se propuso no intentar hacer nada que contraviniera sus convicciones éticas.

Ya saciado su apetito, la mujer le entreabrió la puerta del dormitorio de la hija para que Abimael se acomodara en una cama que permanecía desocupada. Nervioso, en medio de la oscuridad, se desvistió y se metió entre las cobijas. Cuando su cuerpo comenzó a entibiarse en aquel lecho oloroso y cálido, sintió una respiración sosegada muy cerca suyo. Un ligero nerviosismo le impidió conciliar el sueño, se imaginaba a una muchacha voluptuosa, durmiendo a pasos de él, entregada a un sueño inocente y virginal.

La visualizó en sus fantasías como una morena exuberante, de cabellera color azabache cubriendo sus hombros y marcando la ruta hacia esos pechos turgentes.

La respiración de la hija se hizo plena, contrastando con la agitación que invadía al pobre Abimael. Fantaseaba con que la niña aquella se aproximaría cual una sonámbula y se metería en la cama para acurrucarse junto a él. La imaginó desnuda y encabritada, tratando de encontrar precoces respuestas a su juvenil inquietud. El hombre no era un depravado y guardaba sus reparos. Pero una mujer era una mujer y si él debería ser un iniciador, haría a un lado todas sus aprensiones y conduciría a la chica por los linderos de la ensoñación.

La noche transcurría en medio de fragores y armisticios. La respiración de la hembra, a veces parecía agitarse y él se imaginaba que ella pronto se levantaría y con una voz muy dulce le preguntaría su nombre.

Debió haber transcurrido un par de horas. Creyó haber soñado que la hija se había decidido a conocerlo y luego de acomodarse a su lado, le había aprisionado con sus brazos tersos y duros y después de tratar de adivinar el fuego de sus ojos, se había atrevido a explorarlo con sus labios ardientes y con su lengua juguetona.

Sumamente excitado y atrapando entre sus brazos la escurridiza cintura, con el rostro húmedo por los besos de ella, Abimael abrió sus ojos y pudo divisar la silueta elegante de esa collie de 16 años -la Hija- que se había abalanzado sobre él para jugar con el que era, para ella, un nuevo compañero de travesuras

La Hija, se quedó muy apegada junto a su ama cuando esa mañana Abimael se alejó de aquella casa emplazada en medio de océanos de soledad, desencajado por el sueño y hastiado de fantasías inútiles que ahora le pesaban más que sus propios pasos…























Texto agregado el 21-06-2007, y leído por 235 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
29-06-2007 jajajajaja, buenísimo. Sos tremendo. Besos y estrellas. Magda gmmagdalena
25-06-2007 ¡Plop! O no entendí o me mató el final... jajaja. Buena historia, ágil, a ratos muy intensa. Felicitaciones. Anua
 
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