A mi abuelo.
Todo estaba listo, al menos en su parte inicial; el arma, una carta sin rumbo cierto, una alcoba húmeda y un hombre que hasta ese momento estaba más muerto que vivo. La lluvia se colaba por la ventana; cada suspiro empañaba los vidrios; Manuel miraba por los cristales; sus ojos ariscos se posaban a ratos sobre una bicicleta que estaba colocada bajo un cobertizo que daba a la calle de enfrente; entretanto recordaba su niñez, los paseos de fin de semana, con el uniforme de scout que su madre le había comprado en un remate; salidas nocturnas a escondidas de los inspectores del internado y el nunca bien ponderado, primer paso a la adolescencia, que le valió un pasar por el seminario. Era una actividad que lo agotaba, ya sus huesos estaban carcomidos por los avatares de la historia y una respiración pedregosa que levitaba a dos metro del suelo le partía la cordura; algunas veces el sonido se extendía puro y cristalino; otras distorsionado. Sin embargo, él sabía que mantenerse activo a esa edad era un prueba de vida, casi una situación inalienable a todo viejo, mover el cuerpo era signo de grandeza entre los ancianos; por lo cual no le importaba que después de la jornada quedara extenuado; para ello había un remedio; descansar. Y en cuanto a su respiración lo tomaba como parte de pequeños conciertos; que nunca darían a luz sobre la hoja, y se quedarían en el anonimato, con la única satisfacción de romper la monotonía de las tardes de invierno.
Sorbió un trago del único vaso que asilaba el departamento; un vaso de cristal; sucio en uno de sus extremos; a falta de calefacción era la única manera de mantener el calor corporal, en eso concordaba con su padre; obrero de las minas de carbón de Lota . Acto seguido, posó el vaso sobre un libro que lo persiguió durante toda su etapa escolar; en el colegio cristiano de la santísima trinidad, donde su madre a escondida de su padre, de origen judío, lo matriculó; todavía gozaba leyendo párrafos del libro Sagrado, hacía tres meses que había adquirido un ejemplar de una edición de lujo, con empastes y con ilustraciones; últimamente sólo se contentaba con mirar las láminas; nunca fue muy instruido en relatos bíblicos, pero al final las láminas sólo eran falsas ilusiones en un mundo donde hasta ese momento veía todo como real y verdadero, toda vez que miraba los dibujos llegaba a conclusiones distintas; entonces buscaba respuesta en la oración, estuvo años buscando esa respuesta, hasta que llegó un momento en que decidió buscar en otro lado.
En el tiempo en el cual Manuel era joven; su padre cada dos fines de semana lo visitaba, las causas eran muchas, así como las arrugas que su madre juntó y egoístamente guardó en la tumba. Nunca reconoció que tenía fobia al hogar, no le gustaba estar en ese lugar, se le secaba la boca los fines de semana y procuraba sólo llegar a dormir los días de semana, su madre entró a sospechar que a lo mejor Manuel estaba cayendo en el flagelo del trago, lo que se hereda rara vez se niega, decía su abuela; se equivocó, la razón por la cual aborrecía de estar en casa, sólo se supo cuando Manuel, se la confesó sentado sobre la tumba de su madre, no estaba cómodo, simplemente era eso; no le gustaba su pieza y tampoco la luz que pendía de lado a lado sobre su alcoba; el problema fue que Manuel, se sintió culpable de que su madre se llevara tanto ambigüedad de su persona al otro mundo, -nunca nos conocimos bien- diría a su esposa cuando dio a luz a Javier, su primer hijo. Quizás si las cosas hubieran estado empapadas de candidez, lo secretos se habrían ventilado, sin que fuera necesario todo tipo de apremios, desde un bofetada hasta la quemaduras de cigarros en los brazos y los pies; no obstante, era justificable que la madre actuara de esa forma, con un padre irresponsable y que sólo lo visitaba dos veces al mes, la madre asumía un doble rol; empero siempre en este tipo de situaciones opera la naturaleza de las cosas, no es probable que una mujer actué como hombre; si no se ablanda, su trato llega a ser más despreciable que una dictadura, ello llevó a que Manuel odiara a su madre, llegó hasta el extremo de tratarla de perra cuando le comunicó que se casaría con otro hombre, después de la muerte de su padre. Y pensar que la felicidad está en las cosas más increíbles; éste nuevo hombre en la vida de su madre, sufrió roces con Manuel; una vez se agarraron a trompadas. Creo que todo hijo debe sentir impotencia, frente a un hombre que se aprovecha de la fortuna de una familia. Manuel en su afán de encontrar la reconciliación con su madre; le previno de ese vil sujeto; lo que le extraño fue la respuesta de su madre, si bien conocía las artimañas de su pareja, estaba feliz con ella. Manuel calló, se dice que la virtud del silencio dice muchas cosas; nunca más se habló del tema. El día en que su madre murió; a Manuel lo invadió una pasajera depresión; sin embargo se sentía feliz, gustaba de ir por las tardes al cementerio y escribir en el epitafio de su madre pequeñas frases, la muralla estaba pintada de pequeños trazos de letras; al tiempo , el guardia del lugar, le regañó esa actitud. Estaba claro, Manuel cometía un abuso al escribir en las paredes pequeñas frases; sólo pensamientos. Su réplica nunca la entendió el guardia; - Dígame usted, valdría de algo escribir en el papel. En efecto los primeros habitantes de la tierra, dibujaban en las cavernas; faltos de razón lo hacían con el propósito de ser conocidos por las generaciones que vendrían, de dejar subyugada su vida a la piedra, ya no estarían en lo ignoto de la rutina; no crean porque hoy el hoy el hombre es el hipocentro de toda actividad; y anterior a el, y superior a toda sociedad, se encuentra la libertad; no nos gusta escuchar y mirar a los esclavos, saber de un poco de su vida; leer sus libros, mirar sus pinturas y escuchar su música. Sólo el esclavo mira como sus pares como esclavo; al hombre libre se le deja flotar sobre su sombra; ya que se tiene la certeza que algún día caerá. Y volverá a ser oprimido por la rutina del ciclo que desdibuja incólume el reflejo del hombre en el agua. Después del incidente se retiró; ahora dejaba cartas sobre la lápida blanca de su madre; sólo por comodidad y oportunismo.
Manuel no esperaba lo inevitable; prendió una pequeña radio que estaba en el velador; sintonizó estática. En un comienzo el chicharreo lo alteró, pero terminó por acostumbrarse; es muy parecido a los olores, en principio pueden resultar molestos, pero al cabo de un rato no. . Suspiró, tratando de buscar una repuesta en el cielo raso, un respuesta que nunca encontró en las cosas bellas. Se percató de una gotera que caía del techo y manchaba el piso; también pudo ver, aunque con mayor detenimiento el musgo que se apilaba desmesuradamente entre las pequeñas vigas que sostenían el departamento. El aire era helado; la calefacción no funcionaba hacía seis meses; su doctor le había recetado un cambio de ciudad; el hielo le afectaba la respiración, y a momentos sentía hundirse en una desesperación en donde lo único que escuchaba era el zumbido de sus oídos; algunas veces deseaba que esa sensación se eternizara, pero siempre terminaba colocando el inhalador en la boca y apretaba el puff.
Nada daba calidez a ese ambiente, ni siquiera las vistas dominicales de un sacerdote amigo de uno de los hijos de Manuel; cada vez que lo veía entrar sentía que una muerte inconmensurable sacudía los últimos vestigios de un hogar que en su momento fue testigo de grandes momentos y que ahora agonizaba junto con Manuel; su vida estaba condenada a escampar el agua que desde años no dejaba de caer e insaciablemente se filtraba por las ventanas. Manuel empapó su mano con agua lluvia que caía, le resultó difícil abrir la pequeña ventana que daba a la calle, así que con delicadeza cogió el alambre, levantó el marco y antes que le aplastara la mano la sacó; Esparció, su mano empapada sobre la orilla del vaso; luego se limpió un gota de sudor helado que bajó desde su cabellera hasta el mentón. Una sensación de impureza se vertió sobre él; así que se desprendió cada un de sus ropas y entró al bañadero; esta vez quiso darse un ducha con agua caliente; ya no soportaba la gélida atmósfera. Estuvo alrededor de quince minutos en la ducha; se secó con prisa. Eran las veintitrés con cincuenta; se estiró desnudo en la cama; ya no sentía frió; ordenó unos libros que leía hace un año. Leyó sus primeros párrafos; se levantó, cruzando la sala se pudo ver que la puerta estaba con seguro, así que sin perder tiempo lo sacó: Ya cuando el reloj que pendía furtivo en la entrada de la alcoba bordeaba las doce horas; sostuvo el arma en el aire, y abriendo la boca se disparó; un sensación de frió asoló su espinazo; un olor a pólvora se impregnó en el su paladar; en instantes de segundos recordó la historia que una vez le contó su padre bajo la sombra de un castaño, sobre el soldado alemán que después de pelear en Stalingrado había vuelto al lugar; sintiendo el olor a pólvora y carne quemada que había dejado los disparos de su ametralladora sobre los cuerpos de prisioneros, que capturaban, para colgarlos en altos muros. Al cabo de unos diez segundo; se desvaneció por completo; entre un estática de radio una lluvia interminable y un olor a pólvora que vacilaba entre sus narices. Y un chorro de sangre que decoraba el cubrecama de color blanco
Después del incidente tuvo que prestar declaración; no antes los hombres sino ante un espíritu luminoso que dilataba sus pupilas; y a ratos se mostraba indiferente; que no compartía la posible ceguera a la cual estaba propenso; según dichos de la central de inteligencia sus palabras fueron las siguientes:
“... no hace falta que me presente; ya todo el mundo me conoce; algunos creen que soy un criminal, otros simplemente que supe sobrellevar un situación, que de haber descansado en el lugar en que siempre descansa no habría dado sus frutos; es que el pensamiento es tan débil y tan fuerte; en esos se asemeja a los hombres, a esos pequeños animales que buscan siempre la perfección; tratando de amainar la debilidad de los sentimientos y reforzar la dureza del carácter.. He sido parte de cada uno; alguna vez sufrir la partida de un ser querido; hoy lloro con mi propia muerte. Claro está que nunca busqué la gloria; reservar quizás el honor; juzgué con mano draconiana a quienes me amaron e indulté a quienes siempre me buscaban en algún lugar; para sellar mi lápida. Uno que otro, más dadivoso que los demás ideó mi epitafio; nunca me gustó, estuve muerto desde mis primeros segundo de vida hasta mis setenta y cinco años de edad. Hacer converger la estadía de una persona en un par de oraciones es un crimen de lesa humanidad; Virgilio creía que la única existencia de los muertos es la memoria que les brindan los vivos. Eso también es un crimen; pero se diferencia de los demás; ya que el pensamiento no delinque; sólo merma y rara vez adquiere vigencia; cuando por alguna razón milagroso se logra escuchar entre los tumultuosos muertos que viven en la tierra. Espero no lamentar decir que lo que se llama vida sea una agonía en decadencia; que al final, ya cuando los estertores brindan su último concierto; vuelve a su mismo ciclo. Contrariamente creo en la individualidad del hombre; no necesariamente porque se me denomine con esa expresión que satisface la razón y alegra a los moralista y leguleyos; soy igual a mi hermano o a mi propia madre; creo en que el hombre comparte con su existencia; momentos agradables; en realidad puede ser su única compañía, y su existencia es única, y sólo cede ante un fuerza mayor que se denomina sociedad; un especie de augusta propiedad. En realidad toda evolución es un especie de destino; se llega a una etapa de la cual no se puede salir; renunciando a todo lo que uno es.
Estar gran parte de mi existencia en el mundo de lo muerto; en coma, me hizo reflexionar de lo que era; situación que en principio de agradó, pero a medida que avanzaba entre los carruseles de tiempo; me desagradó; de ahí que los libros de autoayuda no sean buenos. Mirar con un ojo positivo la miseria en la cual nos acostamos y soñamos es vivir extasiado y desligado de lo que es lo importante. La muerte es un constante guerra; caballeros y corsarios se disputan el botín; un pequeño atisbo de membrana celular que reside de allegada en el hombre; ahora lloro mi agonía interminable; y sufro por no haber vivido a un respiro eterno de dicha; que gentilmente una cosa llamada sociedad me legó..”
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