Hay días en los que a uno le gustaría poder decir adjetivos bien sonantes, dar las gracias, saludar, despedirse cortesmente, hay momentos en los que nos gustaría poder curvar la mueca en una sonrisa artificial, pero hay ratos en los que no se puede. No se es capaz. A uno se le escapa la realidad de las manos, se la reescriben en un idioma que no entiende con unos símbolos que bien podrían ser cuneiformes que se ríen desde su tablilla. Cuando dejamos de entender lo que nos rodea podemos estar muertos o puede que estemos empezando a vivir lo que experimentan otros, puede que esa realidad esté siendo estrenada por nosotros mismos como si de unos zapatos nuevos se tratase. Cuando me pongo los zapatos siempre me acuerdo de mi abuelo. Él adoraba oirme cantar casi a gritos, con regocijo, una triste canción que leí en un cuento de no más de diez páginas y en el que el feliz desenlace llega más rápido que un envío urgente. No sé si le gustaba la canción, cosa que dudo porque hablaba del secuestro por parte de un horrible hombre encorvado, de una niñita que fue a buscar sus zapatos olvidados a la fuente, o se admiraba de que pudiera repetirla veinte veces seguidas, casi sin respirar, si él me lo pedía. Es bonito cuando te das cuenta de lo que serías capaz de hacer por las personas a las que quieres, bello aunque doloroso, doloroso y posiblemente horrible. Siempre oí decir al padre de una amiga que si algo le ocurriera a uno de sus hijos no dudaría en coger su escopeta para volarle los sesos al hijo de... también mi abuelo empleaba con más recurrencia de lo que a mi madre gustaba una palabra, decía -coño- esto y -coño- aquello y mi hermano y yo, sin saber qué podía significar esa cárcel de la eñe, reíamos en éxtasis y repetíamos por el pasillo de la casa de pueblo -coño, coño, coño...-. Hay quien dice que las palabras se las lleva el viento y, sin embargo, una palabra, nos puede cambiar la vida, un sí o una negativa, un vocablo nos puede conducir a un oasis o al filo del precipicio, izquierda, derecha. No obstante, ni en el principio ni muchas veces en el fin de la vida hay palabras, sí algún grito y mayormente llanto para que luego no demos importancia al agua...cuando se deshielen los polos se la daremos. De momento nos quedamos tomando el sol con aceite sin filtro solar luciendo el biquini más espléndido de la colección a las tres de la tarde comiendo un polo de limón. Es curioso esto de las palabras, cuando te sumerges en ellas, encuentras tal variedad que te gustaría chuparlas todas para conocer a qué saben. Es frustrante tomar conciencia de que por más que nos empeñemos nunca conoceremos todas, divertido imaginar que alguien pequeñito y con gafas custodia la llave del enorme cofre de todas las palabras existentes en todos los idiomas de éste y otros mundos y refrescante el chapuzón aunque no todos los días luzca el sol y cuando salgamos nos encojan partes de nuestra anatomía que antes otro contorno lucían. |