Afuera el clima se condolía conmigo y llorábamos juntos, aunque debo reconocer que este último con mucha más rabia y tanta menos pena. Santiago ha estado gélido este invierno, y esta su segunda lluvia (si señores, acá es el invierno el que llora) se dejaba caer ininterrumpida en mi suelo, como queriendo recordarme cuanto es que me anego cada noche antes de dormirme en revoltura pensándote estallando, y cuanto es que me punzan los estoques que me empeñé en clavarte cada dos o tres segundos, ni tanto tiempo atrás. Mas, no es lanza propia la que hoy se oxida en mis costillas, es un abalorio de ese enrejado de amenazas en tus alrededores, en tu volumen deslumbrante, en tus bordes agresivos. Colmada vas de espinas para mí, con las puntas quebradas para descarnarme. Dejaste crecer un bosque de ellas en tus orillas y no dejaste llave para entrar… y como si, si te mataba a cada rato, lo comprendo. Te creo, te quiero, te entiendo, te percudo. Eran las mías que nunca te extirpaste y hoy nos separan metros y tal vez una legua entera de selva infectada en mí malaria. No hay resarcimiento. Yo pulvericé mi dentadura con la rabia y me desangré completo. Yo sentí la atmósfera hirviéndome en los ojos. Yo astillé el cemento en mis nudillos y volví a desangrarme. Yo contuve un alarido desgarrado, y cuando ya fundía mi frente en la ventana, casi fracturando vidrio y calavera, te sentí… llegabas. Bajé a conocerte en tu estrenado traje de zorra… afuera de mi casa, estabas tú, la lluvia, el frío, ni una hoja en los arces y un jilguero muerto. |