Ustedes y nosotros
Ustedes cuando aman
exigen bienestar
una cama de cedro
y un colchón especial
nosotros cuando amamos
es fácil de arreglar
con sábanas qué bueno
sin sábanas da igual
Mario Benedetti
—Fernando. Anoche tuve malos sueños, todos relacionados con la llegada de los militares, quiero que sepas que no me gusta los hayan traído y que no deseo esto se convierta en campo de muerte.
—¿Desde cuándo te preocupas por lo que ocurre acá?
—Desde siempre, nunca había dicho nada porque nunca se había producido una situación así.
—Esto es cosa nuestra, de la Administración¡ No te metas en donde no te han llamado!
—¿Cómo dices? Me parece estás equivocado, me meto ya que una parte de las acciones qué tu tienes son mías. Creo en el mandato cristiano del ¡No matarás!
Te ruego que no haya un baño de sangre, creo que no lo soportaría y de verdad sería el fin de nuestra vida en pareja.
Fernando Gómez está sorprendido por la actitud de su mujer, nunca antes se había metido en cómo administraba la Oficina, sabe que no hablaba en broma y sabe también que cuando dice algo lo cumple.
El Sargento Sanhueza y el Cabo Angel, habían estado en el campamento luego de la muerte de Mañungo. Angel era parte del mismo contingente que Alamiro, por esa razón el sargento le pidió que ubicase a Alamiro para charlar.
—Putas, cabro, ¿qué te ocurre? Tú estai loco, como se te ocurre botarte en huelga y más encima dirigirla. Al capitán, tú lo conoces, no se acuerda de ti, pero era del regimiento. Tenís que hacer que vuelvan a trabajar. Nadie quiere muertes y menos nosotros.
—Mi sargento, yo lo estimo a usted. Se acuerda que me daba de patadas en el culo cada vez que se me olvidaban las letras. Usted nos enseñó a leer a toditos los que no sabíamos. Nos sacaba la cresta cada día, pero eso pasa. Lo que quedó en mí, fue eso, saber leer. Ese conocimiento que usted me entregó me ha hecho entender qué nosotros los obreros tenemos el derecho a vivir mejor. Por ello es la huelga, mi sargento. Sólo queremos nos paguen más, que se terminen las fichas y comprar donde queramos. Con eso y un par de cositas más regresamos a trabajar.
—Voy a conversar con el capitán, le contaré lo que me dices. Si no trabajan, no sé lo que irá a suceder y no será nada bueno. No sean tozudos.
—No somos los tozudos, son los patrones que no quieren soltar el bolsillo.
—Bueno, era lo que te quería decir.
—Gracias mi sargento.
– El Sargento Sanhueza va mascullando para sí mientras camina hacia la tropa- Lo peor de todo es que estos gueones tienen razón, los dueños de esta Oficina y de la mayoría de las otras son ingleses, nosotros fuimos a la guerra por este territorio y ya no es de Chile, es de ellos, de los ingleses. Recibir órdenes no es bueno, pero no hay otro trabajo. Tenemos que defender los intereses de maricones de extranjeros.
Los que vieron conversar a Alamiro con el militar se preguntaron el motivo, y apenas llegó a la sala se lo dijeron.
—El Sargento Sanhueza. Era cabo cuando hice la milicia. Es duro, pero buena gente. Fue quien me enseñó a leer y escribir. Creo que el capitán lo mandó para que volvamos a trabajar.
—¿Qué le dijiste Alamiro?
—Lo mismo que al patrón.
¡Dónde andará Ernesto? anoche en mi sueño, lo vi muerto y también lo sentí en mi cama y sobre mí, lo sentí liviano, lindo sueño. No dejo de tener miedo, pero, es algo fuerte lo que siento. ¿Me mandarás alguna señal?
José Manuel y su mujer están preocupados, Mariana, ha estado sintiéndose mal, mareos y vómitos que los ha atribuido a la llegada de los militares. Ambos padres piensan en el primer nieto y no están tristes, sólo preocupados por la situación y la posibilidad cierta de que a Alamiro lo encarcelen o lo maten, si no ocurre saben que el joven será un gran padre para ese nieto.
—Maestro Juvencio.
—¿Qué quieres Alamiro?
—Hacer llegar un telegrama a Iquique informando de la llegada de los milicos.
—Ya se hizo, Alamiro, el mismo telegrafista lo envió.
—Gracias.
A las nueve de la mañana, el Despertar en su primera plana informa que la Oficina ha sido ocupada por un número indeterminado de soldados enviados por la Intendencia Provincial, se invita a los trabajadores y pueblo de Iquique a una manifestación para las seis de la tarde. Se envía información a Santiago en el mismo tenor.
A la misma hora, cinco personas delegadas por los huelguistas están en la puerta de la Administración para la conversación con los patrones. Fernando Gómez y Viera esperan.
—¿Y estas mujeres?
—Doña Ernestina, presidenta de las damas de la Filarmónica y Doña Clotilde mujer de Hernán Quispe, mandatadas por la asamblea para acompañarnos.
—Ya ven, han llegado los militares enviados por la intendencia para hacerlos trabajar. ¿Qué han pensado? Mantenemos en pie lo de ayer.
—Aún es poco, Don Fernando, ¿Ustedes han mirado nuestras peticiones?
—Miren, no ha sido posible comunicarnos con Londres. Seis meses podemos asegurar a los deudos de alguien que fallezca, podemos abrir un poco el mercado, permitir que se vendan algunos productos fuera de la pulpería, pero nada más. – es la opinión del abogado, que es mirado con algo de enojo por Gómez.
—Señores – Clotilde habla- seis meses es demasiado poco por una vida entregada a la Compañía, yo quedaré viuda pronto, mi marido ha trabajado por años en los molinos respirando tierra, sus pulmones están muy malos, ¡es poco señor!
—No tenemos más.
—Bien, entonces esperaremos el desenlace de la situación, señores, ustedes cargarán con la culpa y usted señor Viera nuevamente se bañará con sangre obrera.
Los cinco salieron, sin esperar respuesta.
—Viera, mi mujer me ha dicho que algunos opinan que con un quince por ciento regresarán a trabajar, ¿conoces las órdenes que traen los milicos ya que aún no se presenta el que comanda?
—No lo sé, Fernando.
—Hay que saberlo.
A las tres de la tarde, en punto, las ametralladoras tabletearon durante tres minutos, que parecieron mil, vomitaron fuego. Muchas de las mujeres lloraron, un llanto contenido, duro, más salobre que el propio mineral. Sintieron sus carnes penetradas por mil balas, los hombres apretaron los dientes y nada dijeron, la suerte estaba echada, el ejercicio militar causó sus daños en la moral de los trabajadores. Los niños trabajadores impidieron que nadie se acercara a donde hacían ejercicio los soldados.
—Ernesto, le extrañaba, pensé que hoy no vendría.
—Misia Estela, vendré cada día que usted necesite.
—¿Usted cree que podamos comenzar a cavar para el jardín?
—Si, claro pero a mi me preocupa la suerte de mis compañeros, su marido no quiere aflojar nada.
—Él es así, pero en algún instante lo hará.
—¡Hum!
—¿Qué ocurre?
—Nada misia, hay un olor que me emborracha, es de una flor.
—Debe ser mi perfume. ¿Qué huele, a ver?
—Déjeme pensar. Yo conozco la flor. Son dafnes. ¡Sí, son dafnes!
—¿Muy fuerte, si quiere le dejo sólo y me voy?
—No, es otra cosa.
—¿Se puede saber? – en los ojos de Estela hay un aire de alegría escondida
—Me da cosa señora
—¿Qué cosa?
—Usted me va a echar de la Oficina.
—¡No! – sonríe más abiertamente, con una coquetería que trata de esconder
—Ese aroma me emborracha, me enamora, una vez por allá por Conce seguí a una mujer que olía así, la seguí cuadras, el final me quería meter preso.
—¿Y yo?
—Señora ¡Por Dios!
—¿Qué?
—Usted es la dueña de la Oficina, no puedo hacer lo que siento, ni hacer, ni decir.
—Diga
—Váyase por favor, váyase o no responderé de mí, aunque luego me fusilen.
Estela no se marcha, sino que se acerca a Ernesto. Le mira fijamente, el hombre suda, se seca el sudor de su frente con un trozo de un saco calichero. La mujer le provoca, sonríe, se acerca más. Ernesto está estático, como un pilar de la casa. No sabe que hacer o decir, suda, su cuerpo hierve. El aroma dulce a la flor le tiene confundido, tenso, sus reacciones se vuelven atávicas, siente pavor. Hay algo que no puede ser, son dos mundos separados por rejas imposibles de cruzar.
—Señora, por favor váyase, que haré algo de lo que me arrepentiré todo el resto de mi vida.
Estela está en la encrucijada, no sabe qué hacer, si se va o se queda. Si se queda un minuto más será tarde. Piensa en el sueño, desea hacerlo realidad, ¿o no lo desea? Si fuesen de la misma clase social, sabe que él ya la hubiese tomado y poseído. También siente pavor, pero sigue parada, provocando al hombre. Sabe que con alguien de su clase no lo haría, no se lo permitiría.
Mama Rosalba acude en su auxilio, ve en sus ojos un dejo de alegría y, la mama no miente. En vez de retroceder avanza medio paso. Ernesto se quita el sombrero, sigue sudando sin saber que hacer con sus manos. El aroma le embriaga el alma, su virilidad crece, camina y Estela retrocede. Él camina y ella retrocede paso a paso. La sombra de una bodega les cubre. Ella sonríe tímidamente. Tito avanza, ella no tiene donde retroceder más, puede gritar, pero la voz le abandona, medio metro los separa, las manos de Tito se alargan.
—No – dice Estela
Las manos de Tito se posan sobre los hombros. Estela baja sus brazos. Tito la abraza, ella se deja. Las manos del hombre la toman de su cintura y la aprieta contra él. Siente la dureza viril de Ernesto y se apega a él. Los ojos se confunden, el negro obsidiana se refleja en la miel de los ojos de Estela. Siguen abrazados sin saber que hacer. Ernesto empuja y ella retrocede. Ernesto mira, más allá de Estela hay una ruma de sacos, hacia allá camina, ella retrocede apegada al hombre con el que ha soñado ya tantas noches. Llegan al sitio. Tito empuja y caen sobre los sacos. Los labios de Estela buscan a los del hombre, los encuentra y besa. Mama Rosalba se aparece nuevamente, ahora hay una risa de felicidad en los ojos de la mujer que la cuidó por tantos años, le dicen que nada malo hay. El mundo deja de girar para ambos, no hay nada más que ambos, no hay huelga, no hay dos mundos, sólo pasión.
Las manos de Ernesto bajan y comienzan a levantar la larga falda de Estela, ella aprieta los brazos del hombre, se deja llevar, siente las duras manos que la desnudan, percibe como cada callo de las palmas de ese hombre arañan su piel, su falda está en la cintura, sus piernas han quedado a la vista descubiertas de todo. Tito sube las manos y comienza a desabotonar la blusa, huele el cuello, el perfume está allí pegado, muerde el cuello.
—Cuidado, no dejes marcas – dice ella-
No hace caso, muerde el cuerpo prohibido, Ernesto tira con fuerza hasta romper el sostén, quedan sus senos a la vista y al alcance de sus dientes, su boca se posesiona de ellos. Ella sólo suspira y calla, nada dice. Abraza y besa el duro cuerpo de ese hombre. Por primera vez tiene en ella al hombre que ha buscado y no al que le encajaron en su juventud.
Las manos de Ernesto bajan, toman el calzón y comienzan a bajarlo, tira hasta quitarlo, baja su pantalon y de un solo envión entra en ella.
—Con cuidado, hombre – susurra- entregándose íntegramente a ese hombre, que ni sabe como llegó hasta allí.
Al pensamiento de Ernesto llegan imágenes de las humillaciones sufridas, ve la cara de tantos patrones que ha tenido a la largo de los años y ve a Fernando mirando a los obreros colocados en los cepos. Ve el rostro de quien les explota y, entra y sale con fuerza de la mujer.
Percibe que en ese hecho se cobra venganza por las humillaciones sufridas en toda su vida, pero, también aparece la figura de la mujer que ha deseado intensamente y se calma, la acaricia, la mira a los ojos, la aprieta.
Estela se siente como la superficie de la pampa, percibe su cuerpo así, abrasado por mil soles, estéril en su vida superficial. Es tal la salinidad del desierto que lo hace estéril y nada crecerá, pero, ese hombre, hábil minero ha trabajado la superficie y con herramienta de duro temple, ha comenzado a horadar esa dura costra de mujer no amada. Ese trozo de vida que ha penetrado su cuerpo y su alma abre camino, escarba, rompe, elige el lugar en donde colocará su carga explosiva, y explotan al unísono.
Miles de trozos de vida saltan por todas partes. Ella se contrae, siente la simiente hirviente. entiende que la esterilidad superficial ha sido rota y germinada, y que al final ese hombre, hábil jardinero, la ha tomado con sus duras manos, impregnadas por el polvo de miles de días en la tierra y la toma como delicada planta para dejarla en el foso recién abierto, utilizando la misma ternura con que el padre, toma a su hijo por primera vez y sin saber que hacer, sonríe.
Estela se siente renacida. Ambos se buscan los labios y se unen en largo beso, para luego despegarse, soltar amarras. Él se levanta, ella se levanta, no sabe si mirar al hombre. El ruedo de la falda llega al suelo. Se agacha, recoge su calzón y sostén y con su rostro colorado, rojo de calor y vergüenza escapa, huye del lugar a la carrera. Entra en su casa, se mete a la sala de baño, libera el agua de la tina y se sumerge en el agua tibia. No sabe si reír o llorar. Su suerte también ha sido echada.
Curiche
Junio 19, 2007
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