Duermes a mi lado. Parte de tu rostro está iluminado por el reflejo azul de un cartel luminoso que se cuela por la ventana. No me gusta cerrar las cortinas de noche, así como tampoco me gustaría vivir en una ciudad sin luces ni tráfico nocturno. Una ciudad que duerma.
Apenas te mueves por el leve vaivén de tu respiración. Tu cara manchada de azul, te da un toque angelical, como una postal de esas religiosas pero desteñida por el sol. Muero por besarte, pero me preocupa despertarte, que te muevas y todo, tu rostro azul y tu leve respiración, desaparezcan.
Por eso simplemente te miro e imagino el beso.
Imaginar un beso tuyo no es trabajo fácil, porque tus besos para mi son sagrados, complejos, perfectos. Un beso tuyo en mi mente es un duplicado insípido de lo que es en realidad el mejor beso que he recibido en mi vida.
Tus labios delgados me tientan. Me he declarado, sin vergüenza, adicta a tus besos, desde la primera vez que me besaste en una ciudad ajena a los dos y a pocos segundos de habernos visto por primera vez en la vida. Sí, así fue, dos extraños besándose como si se hubiesen besado desde siempre. Es que nuestros labios calzaron perfecto.
Ahora que te miro con toda calma me doy cuenta de que en realidad me encantas así como no pensé que me encantabas. Todo, incluso los pequeños defectos (que bajo esta hipnótica luz azul se convierten en cualidades deliciosas)
Creo que hoy me dormí antes que tú, porque lo último que recuerdo a medias es tu voz hablándome suavecito al oído. Decías algo sobre mañanas y café, creo. Menos azúcar en el café porque así se toma… eso creo. Me abrazaste y ya no recuerdo más. Siempre me quedo dormida primero, lo que te provoca mirarme mientras duermo (según lo que me has contado)
Por eso hoy, que estoy desvelada, te miro. Envuelto por las sábanas arrugadas por el movimiento de nuestros cuerpos horas antes, dejas ver parte de tu espalda desnuda. Tus hombros, tu cuello. Me fascinas.
Te mueves un poco. La luz azul, tus labios. Ya no puedo contenerme más… te despierto.