Lo extraño es que también experimentamos una muerte tras otra, un desaparecer, un cesar y acabarse tras otro, de manera tal que vamos de caer en caer a cada tanto, oscilatoriamente vivos.
Aquella insólita creatura, verde y crujiente, manzanalmente inmensa en su pequeñez dorada por el sol, habíase enamorado con un batir de alas capaz de levantar el universo entero con su ventarrón de alegría, capaz de hacer volar todas las hojas de los árboles, todos los libros -sobre todo los de poemas, obviamente- y los dibujos de la infancia.
Subir, bajar, alzarse para caer luego en esto sin memoria, en esto con lo que te despiertas una mañana, siendo otro, uno nuevo, listo ya para morirse de nuevo. Que se te queda pegado al desayuno, a los dientes, y si se sale con la pasta dentrífica, queda en el cepillo y te la agarras otra vez, no se va, no quiere irse. Eres otro y no recuerdas que vas a morirte otra vez.
Ella llama llorando, que la manzana ha caído, que lo han echado al corral de la morgue, que jamás volvería a enamorarse, verde y tersa fruta que se desgarra, que se cae del árbol con un aroma de etileno que se lleva el viento.
Es también un pez, un pez tratando de recordar para que no de nuevo, un pez en fin y volverá a picar cuando otro intente pescarla lo suficiente, cuando otro esté suficientemente sumergido en sus aguas. Y volverá a caer la manzana con el mismo dolor y batir de hojas que se cierran, que se callan.
Lo extraño es que no recordemos, que digamos "jamás volveré a enamorarme", para después volver a batir alas.
Se nos olvida
que todo lo que sube tiene que caer,
y que las manzanas se parten en dos, dejando el corazón
latir al viento |