El centinela de Wylfam
Nyrhalef era oriundo de Wylfam, aldea pequeña del oeste del país de los Norwynf. Hijo de un herrero respetable y nieto de una matriarca muy reconocida en toda la comarca (afamada por sus hechizos y pociones), no era especialmente querido por sus cualidades, sobre cuya existencia había grandes dudas.
El muchacho, ya entrando en edad de volverse hombre y un par de su padre en la fragua, era poco más que un aprendiz en esos días y no se dedicaba en absoluto a lo que se le pedía. Pasaba sus días vagando por los bosques helados de los alrededores, acechando lechuzas y halcones, y si de algo podía jactarse legítimamente, era de su maravillosa vista, que superaba por mucho a la de cualquiera allí, incluso la de los centinelas.
Y ser centinela no hubiera sido una mala ocupación para el desbocado Nyrhalef si no hubiese resultado tan egocéntrico y arrogante, porque no hacía más que jactarse de su vista y jugar a superar a los centinelas del poblado cuando en realidad debería estar ayudándolos. No era mala la profesión de vigía y quien se dedicaba a ello era muy respetado por todos debido a la responsabilidad que implicaba, no los respetaba así Nyrhalef, que cuando hacía de vigía (contadas veces) se excedía tanto en su impertinencia que desvirtuaba la noble labor.
En algunas ocasiones había jugado con la inferior percepción de los vigías usuales, anunciando la presencia de lobos u osos o de extraños vagabundos que recorrían la región, provocando más de una vez que se enviaran partidas de reconocimiento o de caza en vano. Grande había sido la vergüenza de su padre, el herrero, que todo lo había intentado ya para encauzar a su hijo y para ser un ejemplo que este pudiera seguir; todos sus esfuerzos habían sido siempre, naturalmente, vanos.
Se rumoreaba entre los aldeanos que el joven estaba poseído por algún extraño espíritu del bosque que lo enloquecía y provocaba el mal a todos, pero el testarudo herrero se negaba a creerlo, y de no contar con el apoyo de su madre, la respetable matrona, jamás habría logrado contener la furia que amenazaba con desatarse sobre Nyrhalef. Desde hacía mucho tiempo que todos alimentaban el deseo de expulsarlo de la aldea y dejarlo librado al bosque sin más defensa que un cuchillo y su astucia, y hubiese sido así sin remedio, de acuerdo a las leyes locales, si no pesara sobre el joven un extraño presagio (que era el motivo por el que tanto lo defendía su abuela, la matriarca). Este presagio decía que el terrible Nyrhalef sería un día reconocido por sus hazañas y su valor, defensor de sus pueblos y de toda la región, invencible a cualquiera y guerrero ejemplar. Anunciado desde su nacimiento, ese había sido su gran problema, porque cuando se enteró de ese vaticinio, dejando la niñez, fue que el joven enloqueció y se entregó a la vanidad y el ocio. Muy diferente al de su infancia era el Nyrhalef que ahora andaba de un lado al otro provocando la irritación de todos.
Resultó que en uno de los tantos días en que se dedicaba a ser la causa de enojos y frustraciones de la aldea, y de hacerse de variados reproches, algo cambió en su vida. Mientras importunaba a los centinelas de avanzada, que era lo que más hacía por esos días, llegó a exasperar a un tal Myrgeraec, un personaje áspero y huraño, robusto y fornido y de un carácter pocas veces tentado por los molestos o por cualquiera.
Nyrhalef, que toda su vida había hallado un escudo en su profético destino, no hizo caso de las repetidas advertencias de todos los presentes y, por la particular fama de Myrgeraec, concentró todos sus esfuerzos en agotar su paciencia. No tardó mucho en lograrlo, y con inmensa sorpresa, comprobó que el centinela no se andaba con juegos a la hora de golpear.
De un instante a otro, un puño de roca impactó en la sien izquierda del irritante personaje y lo tumbó. Ese era el precio que pagaban los que provocaban a Myrgeraec, que se decía capaz de tumbar alces con sus manos desnudas.
Cuando Nyrhalef despertó y se recupero de la conmoción, estaba en la aldea, rodeado por numerosos curiosos y ante la imponente figura de su padre y de su abuela, a la que temía más que a nadie.
-supimos lo que se hizo y se dijo en el puesto- dijo ella severamente, en su voz había un vigor y una dureza que no parecían poder provenir de una anciana de apariencia tan frágil y venerable -mereces lo que te sucedió y todos sabíamos que iba a sucederte en algún momento. Comienza a comportarte como lo demanda tu edad y olvídate de tu estúpido orgullo y de las profecías que tanto hablan de ti ¿Qué harás llegado el momento en que deban cumplirse, si ante el advenedizo Myrgeraec has caído sin ofrecer resistencia?-
No hubo palabras que Nyrhalef pudiese pronunciar entonces, tras la humillación que sufriera al ser arrastrado inconsciente ante toda la aldea y al oír las jactanciosas palabras de quien lo tumbara, llegaba su abuela a continuar acrecentando su vergüenza.
-eso de que tanto te jactas no sucederá si no te esfuerzas porque suceda. Crece de una vez y conviértete en quien debes convertirte-
Solo le restó asentir y agachar la cabeza, nunca en su vida había sufrido una vergüenza tan grande (su padre la sufría también, aunque su hijo ya lo había acostumbrado bastante).
Desde ese episodio, el comportamiento de Nyrhalef se transformó de modo notable, aunque no como la matrona lo hubiese deseado, porque el joven se volvió taciturno y huraño, albergó un odio en su pecho que creció día a día, alimentado por su deseo de venganza ante la afrenta que recibiera su honor y su imagen ese día en que todos se aliaran en su contra para humillarlo y reírse descaradamente de él en su propio rostro. Sucedió entonces que el antes impetuoso Nyrhalef se dedicó a tramar su venganza, y el momento en que sería llevada a cabo fue determinado de inmediato y sin dilación, solo le restaba esperar: el día en que la profecía debiera cumplirse, en que él salvaría a todos y se revestiría de gloria, ese día, él permanecería ocioso, viendo sufrir desde lo lejos a los que lo humillaran.
Tras numerosos años, seis al menos, de soportar las constantes jactancias e insolencias de Nyrhalef, una calma llegó de súbito para todos. El puño de Myrgeraec marcó el punto de inflexión entre días tensos y de molestia constante para los pobladores, y días de tranquilidad y normalidad.
Al designado por las profecías ya se lo veía poco en las calles, a veces trabajaba con su padre en la herrería, ya dedicado, y a veces se internaba en los bosques, ya no a vagar, sino que a cazar o a practicar con su espada de doble hoja, una que hallara oxidada en el lecho de un río y restaurara en secreto, utilizando las herramientas de la fragua.
Por numerosos meses se comportó tan responsable y aplicadamente que todos lo desconocieron, incluso su apariencia cambió. Se dejó crecer el pelo, antes prolijamente arreglado, se afeitó el bigote trenzado, se vistió con ropas ordinarias y oscuras (a diferencia de sus anteriores lujosos atavíos), y no volvió a levantar la vista para mirar a nadie a los ojos. Su cuerpo cambió también, desarrolló fuertes brazos en la fragua y potenció su agilidad en sus días de cazador y en sus prácticas secretas, incluso su magnífica percepción mejoró, y se volvió capaz de notar el vuelo de los insectos a distancia de un tiro de flecha.
Y en el tiempo que pasó, solo pudo mejorar, y nunca dejó de hacerlo, pero no fue así por dentro, porque todo lo que se enaltecía por fuera, se extenuaba por dentro, se corrompía. La venganza fue el único móvil que lo aguijó tanto como para producir tantos cambios en él, y aunque los pretendió solo exteriores, por dentro los logró también.
Ya no habló más, ya no rió más, ya no se alegró más, ya no sintió más cariño, ya no sintió más pesar. Su venganza se apoderó de él y le hizo olvidar las causas que tenía para vengarse. El razonamiento enfermo que lo llevó a decidir su venganza se transformó en un instinto salvaje, en una voz oculta y distante que le recordaba día a día, sin palabras, que debía consumarse, que en el momento propicio, debía suceder. Dejó de pensar en motivos y se sometió a los absolutos, dejó de ver la luz para buscar cualquier sombra que esta proyectara: las sombras de su encierro, de su interior, se prolongaron largamente ante la luz menguante.
Y el día llegó en que la profecía debió cumplirse, pero fueron otros los hechos. Nyrhalef, que practicando en su soledad percibió un movimiento muy lejano, supo que una avanzada se acercaba a Wylfam y reconoció la llegada de su momento. Cuando debió informar que guerreros de otros pueblos se acercaban a saquear el suyo, él calló; cuando debió buscar sus armas y luchar por la salvación de todos, él las envainó; cuando debió permanecer junto a su gente, él se apartó para poder ver mejor; y cuando debió entristecerse por lo que ya no podía evitarse, se alegró.
La avanzada que llegaba a la aldea era de nómadas, Numfaett, que buscaban alimento y metales para subsistir, medio de vida que llevaban desde hacía muchas generaciones, pero que jamás los había hecho avanzar hasta tan al norte y al oeste. Sin duda, la sequía del sur los había impelido a ello, aunque tal vez otros fueran los motivos, porque el número de los que llegaban era muy grande, realmente gigantesco.
Sin darle tiempo a nadie, atacaron el poblado en sus caballos y mataron a muchos antes de que se formara una resistencia. Nyrhalef vio desde su puesto cómo eran muertos tantos niños, mujeres y ancianos, cómo los pocos hombres que se interpusieron fueron masacrados sin remedio, cómo su padre intentó formar un frente y fue sobrepasado sin esfuerzo, muerto en el combate. Con especial atención vio a Myrgeraec, que resistía a pesar del número de atacantes y de las flechas alojadas en su pecho y espalda, y se debatía como un jabalí rodeado por la jauría, y se deshacía de muchos mientras era herido sin pausa. El que tanto lo humillara en aquella lejana ocasión, fue el último en caer luchando con sus manos desnudas; sus acciones ganaron un tiempo valiosísimo para que los que pudiesen, huyeran: no fueron muchos los que se salvaron.
La escasa defensa y el saqueo duraron poco menos que tres horas, y como llegaron, los Numfaett se fueron, pero tintos en sangre y cargados de numerosas provisiones y bienes materiales. Wylfam fue destruida cuando pudo haber sido salvada por el difamado Nyrhalef, que de haber alertado a todos a tiempo podría haber logrado una pronta huida a la espesura del bosque, donde el número de jinetes hubiese sido inefectivo, y su ataque torpe y desventajoso. No fue lo que sucedió, sin embargo, y más cosas se recuerdan aún.
Cuando los escombros de la aldea quedaron desiertos, Nyrhalef descendió de su puesto de observación y caminó entre los cadáveres. Sentía alguna pena, pero su odio era aún muy grande y la ahogaba y ocultaba. Uno a uno miró los rostros horrorizados de los muertos, las expresiones de sorpresa y las muecas de dolor, uno a uno reconoció a los que se rieran de él en aquella ocasión, pero muchos faltaban aún, muchos que habían huido. Abstraído en sus pensamientos, comenzó a hablarles a los caídos, en especial a Myrgeraec, cuyo cuerpo era el que presentaba mayor número de heridas.
-yo me río ahora, humillados a mis pies yacen los que me humillaron un día. El poder de salvar sus vidas residía en mí y ustedes no lo respetaron, ahora presenten sus respetos a la muerte y lamenten haberse reído de mí. No volveremos a reír, no Myrgeraec, no reiremos, ustedes murieron en el horror y yo vivo en el horror, yo viví en la vergüenza y ustedes murieron en la vergüenza. Es justo, pero no del todo. Porque no todos sufrieron lo que debieron sufrir, no todos fueron castigados por humillarme... no todos. ¿Dónde está, padre? ¿Dónde está la maldita vieja que fue la principal artífice de mi desgracia? La primera que debió ser herida para morir a la última, ha desaparecido... bruja inmunda, adoradora de los Orwag. Ya quisiera verle el rostro cuando sepa lo que pasó en su ausencia, porque fue tan rápida para huir como lo fue para hablar mal de mí. Que sufra luego el haberme arrebatado mi honra, porque por su causa la profecía no se ha cumplido y por su causa esta gente, que pude haber salvado, ha muerto-
Se silenció de repente, él, gran centinela, tan abstraído en sus duras palabras había estado, que no percibió la llegada del grupo de sobrevivientes, que habían oído gran parte de su insensato palabrerío.
-es cierto que esta gente ha muerto por mi causa- dijo la matriarca, con un inmenso pesar que su rostro no ocultaba -por eso he de morir, para que la profecía se cumpla de una vez-
-¿De qué hablas, vieja hechicera?- rió insanamente Nyrhalef -ya nada queda por defender-
-lo habrá, en el futuro. Este era el paso fundamental para el cumplimiento de la profecía. Sobre la sangre de estos muertos, mi conjuro obrará finalmente, por el peso de estas almas y de la mía, la tuya recibirá el tormento de la profecía que se cumplirá-
-¡Basta! ¡Silencio!-
-¿Creíste que tu venganza, que tu plan, había pasado desapercibido a mí? Niño ingenuo, verte creer que has vengado la humillación que has sufrido te humilla cien, mil veces más- dijo la anciana, riendo descaradamente.
-¡Basta!- Nyrhalef desenvainó su espada.
-¿Qué harás con eso?- preguntó riendo aún la matrona -ya has probado que por la fuerza no logras nada... aunque tal vez con una mujer anciana- volvió a reír con mayor descaro y burla.
Nyrhalef, entregado a una funesta cólera, se abalanzó sobre ella y mató a todos aquellos que intentaron interponerse para defenderla. Tinto en sangre, él y su arma, se abrió paso entre los últimos pobladores que quedaban vivos y llegó hasta la anciana.
-¡Ya no volverás a reírte de mí!- le gritó, ahogándose en una angustia repentina.
-¿Temes que te lastime?- se burló la anciana.
El joven estaba congelado, apuntaba con la espada a la matrona, pero no acortaba la distancia de unos metros que los separaba, algo le impedía moverse.
-nunca has servido para hacer las cosas por ti mismo- le reprochó la anciana, entonces se abalanzó sobre la hoja antes de que Nyrhalef pudiese arrebatarla -ya está hecho, llegará el día en que todo se cumpla- balbució, escupiendo sangre, aún de pie -porque alcanzarás gran gloria por tus hechos de armas y tu audacia, por tu valor y arrojo, por salir siempre solo al combate, aunque los ejércitos del mundo te respalden- cayó de rodillas, sus fuerzas ya la abandonaban -serás el mejor centinela de cuantos existen y existirán, pero cuando debieras alertar, en cambio irás solo a combatir y no podrás morir en batalla, por lo que vivirás mil vidas. Pagarás lo que causaste hoy y lo recordarás, así te harás de la fama de que tanto te has jactado, así se cumplirá lo que se predijo-
La anciana murió tras pronunciar estas últimas palabras. Nyrhalef soltó su espada y se desplomó en el sitio. Se quedó de rodillas allí por seis días y seis noches, y en el séptimo amanecer se puso de pie. Había cambiado una vez más, y ya nunca sería otro. Supo en ese tiempo de contemplación y ayuno, que la vieja había dicho lo que sería, que él viviría mil vidas condenado a penar por su obrar y por ser designado de los dioses, sabía que vería el peligro y debería enfrentarlo solo, ya se tratase la presencia de un lobo o de un ejército entero.
Dejó la aldea sin sepultar a ninguno de los muertos, ni siquiera a su padre o a la matrona. No volvió a ver a los ojos a las personas, para que no supieran su vergüenza, para no ver en otros la mirada de la anciana. Pocas veces volvió a hablar y nunca halló amistad entre las personas de ninguna raza mientras la maldición duró. Y él nunca lo supo, pero existía un modo de terminarla, porque cuando él lograra dar una alarma ante un peligro, cuando lograra una amistad sincera, y cuando lograra salvar a alguien desinteresadamente, la maldición hallaría su fin.
Si alguna vez logró al menos una de las tres condiciones, nadie lo supo, pero la fama del centinela fue inmensa en Athares, y eso sí se recuerda.
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