Quería ser madre. Era un sentimiento que la perseguía obsesivamente y que pretendía conseguir a toda costa. Añoraba sentir a una pequeña criaturita latiendo en su vientre y luego, ya nacida, sentir su tibieza, apegada a su seno robusto, sorbiendo gotitas blancuzcas de vida. Lo complicado de todo era que ella ya tenía cincuenta y cinco años, no estaba casada y físicamente no era demasiado atractiva para conseguir un marido de buenas a primeras. Claro, siempre estaría a la mano un oferente semental, un tipo que a cambio de una noche complaciente, acaso, hasta le pediría dinero y después desaparecería para siempre de su existencia. No, no era lo que ella deseaba, también necesitaba un esposo, un baluarte que la defendiera de las tempestuosas vicisitudes de la vida y que, por supuesto, le entregara su amor incondicional. Aquí ya se deben estar enfurruñando algunas féminas que portan el estandarte del feminismo y que no conciben que se estigmatice a algunas mujeres exclusivamente por una característica tan superficial. Yo sólo me limito a relatar lo que considero que en estos momentos es, lamentablemente, una actitud muy común.
Clara se arregló sus cabellos y maquilló su rostro, tratando de aparentar una belleza que por ningún lado aparecía. Decepcionada con el fallido intento, se acicaló lo mejor que pudo y comenzó a salir por las noches, frecuentando lugares en los que sabía que podía encontrar hombres dispuestos. Claro, los había. Pero la mayoría de ellos elegía a esas chicas bellas y esbeltas que parecían estar promocionando un producto adelgazante. Uno que otro la miró de reojo, pero el asunto no pasó de allí.
Sentada en la mesa del pub, Clara bebía una copa de champaña, mirando con disimulo a las parejas que estaban en rededor. Un señor de calva luminosa, conversaba amorosamente con una chica que podría haber sido el doble de Meg Ryan, más lejos, un señor cincuentón masajeaba las manos de una morena maravillosa, cuyo pronunciado escote dejaba a la vista sus pechos prominentes. Clara, se vio reflejada en el cristal de su copa y reparó en lo envejecida que estaba, en su figura plana y poco sensual, en sus manos apergaminadas, de dedos torcidos y libres de suntuosos anillos. La música, envolvente, le permitió relajarse y huir por algunos instantes de su triste realidad. Se imaginó danzando en el centro de la reducida pista de baile, con un hombre maduro, fuerte, de mirada penetrante, que le hiciera saber, sólo por el influjo de su contacto, que la amaba, que estaría con ella hasta el fin de sus días
En una mesa retirada y casi en penumbras, vio la silueta de alguien que parecía estar sin compañía. Era un señor de cabello entrecano que enviaba cortinas azulosas que lo mimetizaban aún más con las sombras. Era el tenue humo que provenía de su cigarrillo, un pequeño fragmento incandescente que evolucionaba suavemente desde la mesa a sus labios y desde allí, nuevamente a la mesa. En este punto, algunas damas deben estar pensando que la señora se levantaría de su mesa e iría a hacerle compañía. Otras, pensarán que el hombre le enviaría un recado con el mesero o, lisa y llanamente, se dirigiría a la mesa de Clara. Nada de eso. La jornada transcurrió quieta, con la música hipnotizando a aquellos seres sofisticados, que construían un retazo de existencia al margen de lo cotidiano.
A la noche siguiente, Clara concurrió al mismo pub y eligió la misma mesa. Otros seres se desenvolvían delante suyo, tejiendo nuevas fantasías. Ella, una vez más, bebiendo a grandes sorbos de esa champaña dulzona que entibiaba su alma. Pronto, reparó que la mesa en penumbras estaba vacía y se trasladó con su botella y copa a ese lugar.
Medio aturdida por el licor, notó de pronto que alguien se acercaba a su mesa. Miró, con sus ojos turbios y lo primero que reconoció fue ese cabello entrecano, luego unos ojos de mirar nostálgico y una boca que parecía sonreír.
-¿Puedo?- preguntó con gentileza el hombre, haciendo un suave ademán con su mano. Ella sólo asintió con su cabeza. El hombre se acomodó frente a ella y se quedó mirándola, se diría que con una especie de timidez. Luego, pidió una copa de vino tinto de marca exclusiva y sacando de entre sus vestimentas una cajetilla de cigarrillos, se la extendió con gentileza. Ella sólo sonrió y un imperceptible encanto pareció deslumbrar de pronto en su rostro sin gracia.
El hecho es que Fernando, que así se llamaba el hombre, se sinceró con la mujer, le contó que era un solterón empedernido que odiaba la superficialidad y que se había acercado a ella porque le había parecido distinta. Clara pensó que estaba soñando cuando el hombre la sacó a bailar. La música se desgranaba suave y lenta y parecía caer como partículas de finísimos cristales sobre sus cuerpos.
-Te amo, te amo. Creo que nunca he amado a nadie con esta intensidad. La voz arrulladora del hombre ingresaba a sus oídos absortos, ella no movía un músculo, se dejaba mecer por esa semi embriaguez que era un sueño y a la vez una hermosa y palpable realidad. Te amo, te amaré siempre. Y la promesa se deshizo en fogosos besos que desfloraron de golpe sus labios virginales.
-Mañana, mi amor, mañana
Y el hombre se despidió de ella con un beso que le hizo renacer lo que creía perdido, aclarándole la mirada y devolviendo la tersura a su piel deslucida.
¡El amor! ¡El amor! Descubierto en una noche de plenitud, allí a la vuelta de la esquina. Y el corazón de Clara latía con tal desenfreno, que esa noche ni siquiera pudo cerrar sus ojos.
.
-Ja ja ja. ¡Que buena! Eres un actor de primera, hombre. ¡Que manera de embaucar a la vieja flaca!
-Hummm
modestamente...
-¡Que manera de reírme! ¡Tan acaramelado que te veías!
-Jejeje. Me dio pena, sí, la pobre vieja. Parecía tan desolada, tan triste. ¡Ya! ¡Menos conversación y vamos pagando la apuesta! Si uno no esgrime sus talentos por simples bolitas de dulce.
-Toma, Antonio Banderas. Y ojalá que aparezca otra mina esperpéntica, para que la jodas. ¡Como la voy a gozar! ¡Si señor! ¡Como la voy a gozar!
|