Guardo el recuerdo nublado pero firme en la mente, desgastado por el tiempo transcurrido desde la infancia, como pasa con los recuerdos de cuando se es muy niño.
Yo me acercaba a la gran mesa y me alzaba de puntillas cuanto podía, asomando a penas por encima del tablero unos ojos grandes, una naricilla y un manojo de deditos aferrados al borde para poder ver a mi abuela “facendo o conxuro”, como diría ella.
-“Mouchos, coruxas, sapos e bruxas. Demos, trasnos e dianhos, espritos das nevoadas veigas…”
La queimada ardía sobre la mesa, la única fuente de luz ante la que se congregaban todos los presentes en el salón, unidos por unos u otros lazos de sangre. El aguardiente trazaba remolinos cada vez que Silvina (así se llamaba mi yaya), removía el puchero de barro. Las llamas danzaban saltarinas y los granos de café describían complicados dibujos en tres dimensiones a través del licor de fuego, como pequeños náufragos en los rápidos del río estigio que recorre las profundidades del hades.
Entonces miraba alucinado a aquella anciana que guardaba tras los ojos de un hielo azulado una fuerza desconocida, algo que nunca antes había percibido cuando la observaba mientras fregaba los cacharros o encerraba a las gallinas del huerto con el candado.
Así me di cuenta de que había visto una verdadera bruja, “unha meiga” poderosa, pues era capaz de tirar de los lazos invisibles que harían reunirse a aquellas personas. Gente que vivía tan lejos los unos de los otros que preferían seguir sin verse para no darse cuenta de que no tenían nada de qué hablar. Mi abuela preparaba aquel conjuro una vez al año, y nadie pensaba siquiera en faltar a la cita de la queimada, pues cuando Silvina terminaba las palabras mágicas el aire se impregnaba con el olor de la empanada y el churrasco. Acudíamos corriendo a la mesa, las risas colmaban el ambiente y por una noche la familia se congregaba al completo en aquel lugar y todos sus miembros disfrutaban juntos.
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