Cuento para tercer año.
EL RELOJ DEL ABUELO
Era un reloj de bolsillo, uno de los antiguos, de un material brillante. También la cadena que lo acompañaba relucía. Todo estaba igual como el abuelo lo había dejado el día que partió de la vida. Orgulloso lo había paseado, tensa la cadena sobre su barriga, cada tanto sacándolo del pequeño bolsillo lateral donde descansaba. Apretando un botón la tapa se abría de un salto mostrando lo que tan cuidadosamente ocultaba. Ahí a la vista estaban los números, doce en total. ¡Ni uno faltaba! Y para estar segura, una manecilla los recorría uno por uno, minuto tras minuto, hora tras hora y así todos los días del año.
De mañana bien temprano, el abuelo daba cuerda a su reloj. Lo tomaba en la mano izquierda y con mucho cuidado giraba una pequeña ruedita al costado que con cada vuelta cantaba feliz porque eso le daba fuerzas para seguir cumpliendo con su deber de marcar el tiempo. Porque esa era la tarea del reloj del abuelo, indicarle a cada instante, cómo los segundos se transformaban en minutos y luego en horas, días meses y años.
El abuelo era muy puntual; llegaba a todo lugar a tiempo; no le gustaba hacer esperar. El respetaba el tiempo de las personas. Decidido caminaba por las calles acelerando sus pasos si creía estar atrasado, o mirando lentamente a su alrededor si sabía que estaba bien en hora.
Cuidaba mucho ese reloj. Lo lustraba soplándole su aliento y pasándole encima con la manga de su saco en invierno y de sus camisas blancas, almidonadas en verano.
Si, lo cuidaba mucho de afuera, pero nunca pensó qué era lo que lo hacía caminar hora tras hora. Bastaba darle cuerda y su tic-tac armonioso lo acompañaba de día y lo mecía de noche en el sueño. Dentro de la caja estaba el corazón del reloj, que estaba lleno de rueditas las cuales lo hacía latir cantando tic-tac, tic-tac, tic-tac. Las había de todos los tamaños y cada una ayudaba a su compañera en el trabajo de mover las dos manecillas siempre al mismo ritmo, ni muy rápido ni muy lento. Gracias a esas rueditas que no se cansaban de trabajar día y noche, el abuelo llegaba en hora a todos los lugares.
Las rueditas eran todas amigas. Habían nacido juntas en ese lugar redondo que era su mundo. Vivían en la oscuridad, estaban acostumbradas a ella. Como no tenían que moverse porque cada una tenía su lugar fijo, no necesitaban luz. Al contrario, cuando una vez cada tanto eran revisadas por un doctor de relojes llamado relojero, les molestaba ser movidas de un lado a otro; el pincel que les pasaba por encima les hacía cosquillas y luego el aceite que les echaba, las hacía estornudar. Cuando sentían que la tapa se cerraba nuevamente y la tranquilidad volvía a su mundo cantaban más fuerte tic-tac, tic-tac, tic-tac, de lo contentas que estaban.
Las rueditas no se preocupaban si había otras rueditas en otros lugares. Ellas creían que eran las únicas. Y era verdad que eran las únicas en ese lugar. En ese lugar redondo, metálico y oscuro que conocían desde siempre. Giraban y giraban sin moverse del sitio y en ese movimiento uniforme, cada una era ayudada por su vecina que también giraba empujando un diente tras otro. No sabían que eran parte de una máquina hecha por seres humanos.
Pasaba el tiempo y las rueditas giraban. Todo hubiera seguido así, si la rueda más grande no hubiera comenzado a pensar. Pensar es bueno en verdad, cuando uno lo hace positivamente para mejorar. Pero ella como no tenía nada más que hacer que girar sobre si misma y ya lo hacía automáticamente sin concentrarse en su trabajo, comenzó como dije a pensar. Y a pensar equivocadamente.
¡Mírame aquí, pensó, soy la más grande de todas mis compañeras, por lo tanto debe ser muy importante. Estoy por encima de todas. En realidad lo que las otras hacen es empujarme a mí para que yo me fatigue menos. Sin mi no podrían hacer nada. Mirándolo bien están ahí para servirme. Mira la última, la más chiquita de todas apenas la siento y en su pequeñez que fea e inservible es. No tiene mi tamaño ni mi grandeza, ni sus dientes se pueden comparar con los míos que relucen hasta en la oscuridad!
-“Eh, tú” gritó la rueda grande hacia abajo.
La más pequeñita de todas estaba tan ocupada contando los pasos que daba para girar que no oyó el grito.
-“Eh tú, la última de abajo” gritó más fuerte la grande.
Tan fuerte gritó, que todas las ruedas miraron asombradas hacia arriba.
Ah, eso le gustó a la rueda grande, ser el centro de atención de las demás.
La más chiquita de todas a la cual el grito fue dirigido, dejó de contar y también miró hacia arriba.
-“¿Es a mi a quién llamas?”preguntó tímidamente.
-“Si, claro ¿a quién más? gritó la grande. “¿Hay alguien más chica que tú?”
La ruedita miró a su alrededor y en efecto era la última en la cadena de ruedas, debajo de ella no había otra. Hasta ese momento, no se había dado cuenta ni de su tamaño ni del lugar en el cual estaba. Como todas sus compañeras había trabajado día y noche para que todo funcionase bien.
-“No” admitió la ruedita, como avergonzada, “parece que soy la más chica.”
-“! Bien, bien!” tronó la más grande, “!al fin te diste cuenta de tu insignificancia!”. “¿Sabes lo que es ser insignificante?”
La chiquita tuvo que admitir que no conocía esa palabra.
-“Así que no solamente eres chica de cuerpo sino también de cerebro ¿no?” gritó la grande riéndose más fuerte al notar como las demás compañeras festejaban sus ocurrencias.
-“Ser insignificante, es que nada significas o importas ¿lo entendiste?
La ruedita movió su cabeza afirmativamente expresando con eso que había entendido.
-“Tu obligación es trabajar y trabajar para que yo gire. Sin mi, mi tamaño, mi poder, mi fuerza, mis conocimientos, nada acá funcionaría ¿te das cuenta de eso? ¡Yo soy lo más importante en este mundo! ¡Mira cuan grande soy!”
La ruedita chiquita no pudo negar que la otra era grande. Era mucho más grande que ella y estaba situada arriba del todo. Pero ¿eso la hacía más importante? pensó. Tuvo que aceptar, que lo que la rueda grande le dijo le dolió. Ella siempre trabajó como las otras, sin quejarse. Quizás pensó, hasta tenía que esforzarse más que las otras por su tamaño. No le pareció justo esa poca estimación que le tenían y parecía por las exclamaciones y risas de las demás, que todas creían lo mismo de ella. Se sintió lastimada, herida, tembló todo su ser y paró de girar. Sus diminutos dientes que encajaban y movían los de su compañera que la seguía en tamaño y lugar dejaron de funcionar. Ella a su vez al no recibir el empuje de la más chica, no pudo hacer girar a la que le seguía y así todas las ruedas que estaban unidas entre si dejaron de funcionar. La rueda grande de pronto se quedó quieta. Trató de moverse pero no pudo hacerlo sola. ¡Trató nuevamente con más fuerza, pero no lo logró!
¡Se asustó!
De pronto se dio cuenta de que nada le servía su tamaño, ni su lugar, ni su poder, porque todo eso dependía de que todos se diesen una mano y trabajasen hombro a hombro. ¡Y que nadie es tan importante ni nadie tan insignificante en el mundo que no tenga la obligación de dar para recibir.
La rueda grande bajó la cabeza y miró a la chiquita y humildemente le pidió perdón por haber sido tan soberbia, por haberse creído superior a ella.
La chiquita le sonrió y comenzó nuevamente a moverse. Primero lentamente para encontrar el paso adecuado y luego con su ritmo habitual. Empujó a la que le seguía y ella a la que la seguía y así todas se pusieron nuevamente en movimiento, hasta llegar a la grande que con un suspiro de alivio comenzó su giro sin parar.
Y nuevamente como si nada hubiera sucedido, el tic-tac del reloj siguió marcando el tiempo de la vida.
Viola
Abril 2006
|