Sabía que llegaba de un momento a otro. La esperaba con desgano, por mí, que soy hombre de rencores legendarios y odio embrutecido, que muriera en el camino, la tragara el asfalto con sus muelas de alquitrán o toda la maquinaria en su ruta se le incrustase como arroyo de metal, fluyendo veloz para su cuerpo, como inyección gigante, a su garganta concubina, a sus pechos sigilosos, a sus manos frías, a su lengua fácil. Yo traía el asco en la piel y como tres capas de corteza más abajo, igual irritadas las pasiones. Recordaba ese recién pasado domingo en mi cama, ahora tan funesto, cuando la comí entera, cuando con mi boca la mordí de lleno en labios, vientre y genitales, y hasta el alma podría asegurar que le mastiqué sin puta vergüenza alguna. Quedé con la sensación de hasta haber olido sus pecados, de saborearla entera, de casi haberla deglutido, como en los antiguos descarrilamientos en su pieza clara y revuelta, cuando nos cocimos con desorden santo, cuando éramos el mismo amor rompiéndose en el tiempo, cuando nos volábamos a batatazos el corazón con solo decir nuestros nombres, cuando adivinábamos cada palabra imbécil de tan enamorada que pronunciábamos sin miedo. Yo la quería, pese a tanta agua asquerosa de gris que dejé pasar bajo nuestros puentes, pese a mi fracaso recurrente, a mí caída constante de sus altares inmerecidos para este conchadesumadre mal parido, pese a infierno, mar y tierra, todos culpa míos, la quería. No podía dejar de quererla. |