Conocí a la señora Doris hace aproximadamente unos treinta años. Cuando de casualidad me asomé entre la gran cantidad de vecinos que curioseaban al nuevo huésped de la zona. Cuando la vi por primera vez –en la mudanza de la cual participé con mi familia– noté en su comportamiento exactamente lo que me está ocurriendo, a puertas de mi extinción, en este periodo de mi vida.
Era una mujer pedante y una dama muy bella. Aparentaba una refines exquisita cuando la miraba andar desde la ventana de mi casa. Tenía dos hijos, contemporáneos a mí, con los cuales jugué en toda mi infancia y pubertad. Y a pesar que ahora comparto con ellos el mismo destino, que alguna vez compartió también la señora Doris, aún no podemos darnos cuenta que la vida nos comienza a resultar tan corta.
La señora Doris había sido abandonada por su esposo, cuando esta recién brillaba de una juvenil pureza. Así que desde muy joven siempre supo que el error de su matrimonio había sido el causante del terrible vicio que la marcaría hasta el fin de su existencia.
Todas las tardes, la señora Doris, siempre tocaba la puerta de mi casa, desesperada. Con un lenguaje atropellador que expulsaba con gran tono, intimidándome a que me apurara, me decía que me esperaba en su casa –como habíamos acordado desde que nos vimos por primera vez cuando recién empezaba a ser mi vecina–. Llegaba siempre, aún acomodándome las zapatillas, y desde que comenzaba a tocar la puerta, la casa, ya emitía un holocausto sutil para mí y sus hijos, que corrían desde la esquina de la manzana a darme el alcance cuando empezaba a tocar con sutileza la puerta de su vivienda. Los Puchos de los cigarros, que aún agonizaban humo en el suelo, rodeaban la casa de una atmosfera penetrante. Haciéndome toser con una agudeza que los ronquidos provenientes de sus hijos se dispersaban como el humo del cigarro en la boca –integrada de dientes amarillentos y carcomidos– de la señora Doris. Me agarraba toscamente del brazo y me insistía –casi rogándome– que le hiciera el favor de ir a comprarle los embutidos y los panes para el lonche. Y sin que ninguno de sus hijos se diera cuenta se me acercaba, con un rose erótico envuelto de una suspicacia, y me escurría por los bolsillos un par de soles más. "Para lo que tú ya sabes" me susurraba, siempre, al oído. Y yo que aún no tenía la responsabilidad como para percatarme del juego peligroso que empezábamos a conjugar, siempre aceptaba comprarles los cigarros que tanto le fascinaban y perturbaban. Ya sea de mañana, tarde o noche siempre mi casa sonaba compulsivamente de los golpes secos de la señora Doris. Dos o tres cajetillas diarias corría siempre a comprarle con el pretexto del lonche o del desayuno. La señora Doris no paraba de fumar nunca. Ni cuando sus hijos comían o dormían. Y a pesar que viví con ella diez años de sirviente, en su casa, nunca pude evitar absorber ese olor cancerígeno que me marcó –junto con sus hijos– toda mi futura vida. Me pagaba poco por mis servicios de domestico, pero a mí lo único que me importaba e idealizaba era estar junto a sus dos hijos, en especial con su hija.
Me gustaba limpiar la casa muy temprano. A pesar que la señora Doris siempre me estorbaba con su cenicero en mano, y con su ronquido de perro que cada vez era más fuerte. Le preguntaba de vez en cuando por qué fumaba tanto, y nunca llegó a darme una respuesta coherente. El cigarro fue para ella el peor marido que le tocó en vida. No la dejaba dormir, comer, escribir, estudiar, ni mucho menos respirar. Sin importar que sus hijos, cuando llegaron a ser púberes, siempre le reclamaran el vicio, ella siempre trato de esquivarlo con firmeza. "Si yo quiero lo dejo mañana" les respondía con su cara amarga. Y a pesar que intentamos tanto por ayudarla cuando éramos ya púberes y adolescentes, los tres, nunca pudimos salvarla.
Una tarde, a la hora que la señora Doris siempre venia a pedirme el favor del lonche, ella tocó mi puerta muy ligeramente como si le fuera inherente si saliera de ella o no. Si no fuera porque ya estaba mecanizado con salir a esa hora a abrir la puerta, nunca hubiera podido escuchar esas palabras que ahora yo les repito a sus hijos con tanto fervor. "Mira. ¿Me ves? ¡Tengo cuarenta y cinco años!.. Y recién me doy cuenta que no llegaré a disfrutar de mis nietos" me dijo con una tristeza que le partía el rostro. La invité a que pase a mi casa –nunca desde que vino a vivir a la manzana se me ocurrió hacerlo– y sin preguntarle que tomaba, le serví un café hirviente. Me comentó que venía del médico, mostrándome un papel, y me susurró que yo era la primera persona que lo leería. Fue muy cruda la manera en la cual los resultados del examen –que se había hecho hace pocos días a escondidas– me reflejaron su vida, que ahora se le volcaba muy corta.
– ¿Sabe lo que significa esto señora Doris? –le dije incómodamente.
–Sí. De un año no paso hijo –me respondió.
Esas fueron sus últimas palabras. Y siempre me revoloteaban el cerebro cuando me sentaba con sus hijos después de varios años en la casa de la señora Doris que nunca pudo estar claramente nítida después de su partida.
– ¿Sabes lo que esto significa? –le dije a los hijos de la señora Doris
–si lo sabemos. De un año no pasamos –me dijeron
– ¡Tengo treinta y cinco años! Y ustedes ¡solo treinta y seis! –les grité
–ya no llegaremos ni a los años que mama vivió –me dijo uno de los hijos de la señora Doris
–El permitir que sobreviva el vicio en tu madre fue nuestro peor error –le dije
–Nosotros también somos nuestros propios verdugos –me recalcaron los dos
– ¡El oler nicotina durante más de treinta años nos comenzó a matar! ¡Desde niños tu madre fue nuestro verdugo! ¡Y ahora somos como ella!… –les grité
Me levanté de la silla. No les di oportunidad a que me respondieran. Abrí la puerta y me fui de la casa para siempre, con las palabras de la señora Doris hincándome entre las cejas: "Si. De un año no paso hijo". "Y ahora su pasado es mi realidad, señora Doris" grité hacia el cielo que ahora empanzaba a oscurecerse ante la presencia de mi esposa –la hija de la señora Doris– que había salido a contenerme… |