Eran apenas las 6 de la mañana cuando el sol empezaba a llenar la casa de luz. Era un día como muchos otros, hacia calor pero llovía sin parar. Vivía en la octava avenida donde las calles eran de tierra, no había banquetas y te encontrabas a los borrachos de anoche tirados enfrente de tu puerta principal.
Acababa de despertar con un dolor de cabeza terrible, cuando escuche el grito de mi madre – ¡Ramón, es hora de levantarse e ir por la leche!-. Para mi, era el momento mas frustrante del día, pues todo lo que mi madre hacia al verme era regañarme por haber llegado tan tarde la noche anterior, después de haber salido con los amigos, y mandarme a comprar la leche para el desayuno.
La resaca era mortal, después de compartir unas cuantas botellas con los amigos, lo único que quería eran unos buenos chilaquiles o una buena sopa de ajo, pero siempre terminaba comiendo un simple pan con leche.
Después del desayuno escuchaba el sermón de mi madre de todos los días -¡Ramón, ya es hora de que madurez! ¡Eres el único de tus hermanos que no estudia! ¡Siempre llegas tomado a la casa! ¡Siempre es lo mismo contigo!-. Después de ese regaño lleno de llanto y reclamo, me iba a trabajar con el cuerpo adolorido y la mente en el sueño.
Al salir de la casa solo pensaba en el largo día que tenía que transcurrir y al dar la vuelta en la esquina me encontraba a Don Saúl, el viejo borracho de la colonia, quien siempre me pedía unos cuantos centavos.
Yo, buscaba en el bolsillo del pantalón de ayer, donde encontraba los míseros 5 centavos que me habían quedado del día anterior a causa de las botellas que había comprado para refrescarme y tomar mi descanso bien merecido después de 10 horas arduas de trabajo en la obra del nuevo instituto de salud.
Al llegar al trabajo empapado, pues la lluvia no había parado en ningún momento y sintiendo la humedad hasta en los huesos, mi jefe empezaba a reclamarme de la llegada tan impuntual, amenazándome en no pagarme el día. Ese era el momento mas pesado pero antes de que el jefe se pusiera a discutir, tomaba mi carreta y mi cincel y me subía a terminar el trabajo del día anterior
Recorridas ya las 10 horas de trabajo, con un dolor en el cuerpo insoportable y mis manos ardiendo de tanto tiner utilizado, bajaba al lugar en donde encontraba al jefe tomando su café y platicando con la mujer de su compadre.
Me lavaba bien la cara y me dirigía hacia el jefe, quien con una cara de enojo me aventaba mis 10 pesos que me había ganado con todo mi trabajo, pero que según él, no valía ni la mitad de aquella cantidad.
De ahí, me iba a la cantina de Don Julián quien al verme preguntaba muy agraciadamente por mi madre y como siempre me servia mi primer cerveza de la tarde. Terminando la décima cerveza y mi comida del día, un arroz mas frió que Toluca en invierno y una pieza de pollo con pan, le pagaba los 8 pesos que merecía su servicio y salía de la cantina sostenido por aquel amigo que me pedía mis últimos 2 pesos al dejarme enfrente de la casa de mi madre.
Subiendo las escaleras y tropezando con todo lo que había en mí camino llegaba a mi cuarto, donde invariablemente encontraba a Chango, el perro de mi hermano pequeño, encima de mi cama con todas las patas enlodadas y mordiendo el último par de calcetines limpios que tenía.
Me desvestía con cuidado de no arrugar ni mi camisa ni mi pantalón que debían durar toda la semana, y así, solo con mi ropa interior y mis calcetines agujerados precisamente en el dedo gordo del pie, me acostaba en mi cama llena de arena y de cemento. Buscaba una buena manera de dormir, de tal forma que no me dolieran los golpes de la espalda que recibía cada día en el trabajo y, con la almohada en la cabeza, lo único que esperaba era que el día siguiente no fuera igual.