Su calle reposa en las aceras nocturnas mientras el alba se oculta aún bajo las sombras que oscurecen su vivir. Como un bosquejo su piel aguarda una esperanza de placer en el callejón perpendicular a la avenida; enjuto, con la mirada adversa al día y sus pupilas distantes desliza una sonrisa bajo el humo que lo desfigura vagamente, acerca su cuerpo arrabalero que murmura sexo hacia una prostituta que le marca el precio de antemano, toma distancia alejando la lascivia de sus ojos para volver a increparla en un tono más sensual. Y la “mercadería” se arroja hacia sus manos en un trueque mercantil mientras las sombras de otras más deambulan semidesnudas bajo la penumbra. El cinto, la bragueta, los pantalones encogidos sobre sus tobillos participan en la maestría de unos labios femeninos, de una lengua que fecunda el universo de su pene alborotado ante una pollera diminuta danzando al borde de su cuerpo. Luego la calma, el sabor del sexo diseminado en el tiempo y el espanto de una callejuela desolada junto a su semblante enmudecido recorriendo el eco de su queja. La fémina prosigue su caminata exuberante entre dos esquinas mientras él abandona sus escasas huellas espermáticas. Y la mañana despierta sobre la ciudad como un manto desmedido que lo abarca todo, las calles, los parques, el hastío, la humanidad, su casa apresada bajo un llano de verdes que resguardan su silueta maleva y pasajera bajo el recordatorio de una placa anónima: 1923 - 2003 - q.e.p.d.

Ana Cecilia.