Las lágrimas tibias, saladas, le ruedan por las mejillas y se mezclan con el agua helada que moja su cara. Las gotas de lluvia, como agudos estiletes helados, empapan su rostro, su pelo, su ropa. Las luces de la calle y los autos se reflejan en el asfalto mojado, se emborronan, dándole a toda la escena un aire difuso y etéreo. Ella está de rodillas, las manos ateridas sobre la vereda, como recién caída. Frente a sus ojos están las rodillas de él. Tan cerca, tan lejos. Ella intenta un último ruego, un hilo de voz, "por favor...", pero él, sin decir palabra, se da vuelta, se sube al taxi que aguarda, el rítmico ruido del limpiaparabrisas marca los segundos que pasan, al fin cierra la puerta y con un gesto que de afuera parece mudo, le da una indicación al taxista, que arranca con una última mirada de reojo. Ella se levanta, suspira, y ve desaparecer el último destello de luz roja doblando la esquina.
Se despertó sobresaltada. La tibieza de las sábanas contrasta violentamente con lo helado de su corazón, que aún aletea agitado, estimulado por la prosaica adrenalina. Instintivamente extiende la mano hacia su lado, pero inmediatamente recuerda que él hoy no está, sigue de visita en Chajarí, fue a ver a la familia, vuelve mañana. Reacomoda el cuerpo, un último escalofrío, y se vuelve a dormir.
Por la mañana la luz del sol parece disipar esos temores nocturnos, pero ella sabe que no son temores. No es la primera vez que tiene un sueño tan vívido como ese, pero sí es la primera vez que la imagen se le hace insoportable, imposible. Otras veces el sentido de la premonición era claro: un llamado de su madre anunciando el fatal desenlace de la enfermedad de su padre, una escena de un examen en la facultad en el cual se encuentra perdida y desorientada. Siempre fueron anticipos de cosas malas, pero su padre llevaba enfermo varios meses y el final, aunque amargo, era previsible. Y aquel examen, con un profesor prepotente y con el cual se enemistó desde el primer día de la cursada, luego lo pudo recuperar y la vida es así, continúa.
¿Pero por qué tenía que soñar con eso, con Alejandro yéndose, dejándola así, tirada como un perro? Su relación estaba en un buen momento; no superlativo, pero estable, cómodo. Decidió desconfiar. Debe ser sólo un sueño más, una manifestación de temores inconscientes, no tiene por qué tratarse de una visión ni una revelación ni una imagen de un futuro cierto. Sólo un sueño. Con el amargo del mate y la textura de las criollitas aún en la boca salió para la terminal, a esperarlo: fue un acto impulsivo, ya en viaje mandó un mensaje de texto a la oficina, no puedo ir, estoy descompuesta, nadie se iba a extrañar y las condiciones de su trabajo eran flexibles y además era rutinario y no pasa nada por un día más o menos.
Esperó en el andén veintiuno hasta que vio llegar el micro, con un aleteo de mariposas en la panza. Buscó entre la gente que iba saliendo, en un primer momento no lo reconoció, porque claro, lo esperaba solo. Las mariposas se convirtieron en plomo, en agujas. Alejandro bajaba llevando del brazo a una chica, joven, rubia y hermosa. Se quedó helada un instante; pero luego avanzó, como un autómata, sintiendo la tensión de los músculos de su mejilla en una sonrisa forzada y tensa, las orejas calientes, e hilos invisibles que tironeaban de sus pies para hacerlos avanzar a trompicones. Alejandro la vio, sus miradas se cruzaron. Hubo en los ojos de él un momento de desconcierto, ¿era la sorpresa de sentirse pescado in-fraganti o sólo lo inesperado de verla a ella ahí? ¡Casandra! La llamó él, agitando el brazo por sobre las cabezas que aún los separaban. Hubo “holas” y besos y al fin el se dio vuelta y las presentó, Casandra, mi novia, Romina, la hija de Tita, la amiga de mi vieja, ¿te acordás? El gesto revelador, el cuello rígido y cierto movimiento a tientas de la cabeza de Romina le revelaron que era tan ciega como hermosa. Se intercambiaron unas palabras de compromiso, y al fin cargaron los bolsos y echaron a caminar por el andén, Alejandro siempre llevando a Romina del brazo, tomada por encima del codo, en un gesto que ella no podía distinguir si era meramente atento o algo más. Mientras, él explicaba, cómo si percibiera en su leve arquear de cejas la muda pregunta. Es que Tita se enteró por mi vieja que yo me estaba volviendo, y como justo Romi tenía que venir (¿“Romi”? las alarmas no dejaban de sonar en su cabeza) me pidió que la acompañara, ahora nos tenemos que encontrar con el tío Alberto que la viene a buscar, es raro que no esté acá, ya lo llamamos ¿no? mientras Romina sacaba el celular y ya estaba discando, y con una voz insoportablemente dulce y suave hablaba con alguien y luego confirmaba, Si, llegó tarde pero dice que nos espera en la segunda salida de los taxis.
Al fin Romina (“Romi”, ella no podía dejar de repetirse) y el tío Alberto partieron en el 504 y ellos se dieron vuelta, como buscándose, casi al unísono,
- Qué raro que me viniste a esperar, pensé que trabajabas- le dijo él.
- Si, es que tenía ganas de verte
- Pero si fueron apenas cinco días
- ¿Qué me querés decir? ¿Qué no me extrañabas?
- No es eso, no dije eso, pero es raro en vos…
- Bueno si, puede ser, ¿y quién es ésta Romina?
- Ya te dije - y un mínimo resoplido se coló por ahí - es la hija de Tita…
- Claro pero como venían tan animados charlando…
- ¿Me vas a hacer una escena de celos? - él estaba casi sonriente.
Y ahí ella dudó. ¿Le contaba el sueño? ¿Le revelaba sus motivos, sus miedos? ¿Esa sonrisa era genuina, era afecto? ¿O se estaba queriendo escapar por la tangente de la ironía? Al final reunió todo la fuerza de voluntad que pudo, y la dejó pasar, con una sonrisa ella también. Vamos a casa, le dijo, y se fueron.
Arreglaron para salir a cenar el sábado. Cada uno se reacomodó en su rutina, no sólo la laboral, si no todos los pequeños ritmos que conforman la cotidianeidad. Faltaba gran parte de la semana y ella no se sentía bien. Los celos la punzaban. Estuvo a punto de preguntarle por Romina, si la iba a ver mientras estuviera en Buenos Aires, o qué pasaba. Para el viernes su humor era de perros. El sábado a la mañana no soportó más, lo llamó y canceló la cena. Él pareció tomárselo bien, y eso la irritó aún más. ¿Será por eso que cuando al mediodía la llamó Germán, de la oficina, para preguntarle si podía pasar por su casa para que revisen juntos la última campaña, ella aceptó? ¿Era una forma tácita, anónima, de vengarse de él por esa afrenta que ella sospechaba? La cuestión es que Germán vino, pero tarde, y revisaron el informe, se hizo más tarde aún, y pidieron algo para cenar, y por supuesto que el portero sonó, y era Alejandro, y hubo explicaciones, y miradas agrias, y la sonrisa sobradora de Germán que era un imbécil y como todos los imbéciles disfrutaba con éstas situaciones.
La semana siguiente fue francamente cuesta abajo, empezando con la partida de Romina de nuevo hacia el pueblo, a la cual Alejandro asistió, incrementando los decibeles de la rencilla hasta niveles aeronáuticos. Para no entrar en detalles morbosos sobre lo agrio de una relación que se pudre, enumeremos someramente las sospechas, los reproches cruzados, los celos, el orgullo, las actitudes de mierda, las palabras sarcásticas en los momentos menos oportunos, las escasas y desperdiciadas para detenerse a pensar y quizás arrepentirse de algo, la sensación de que el tobogán es cada vez más empinado, y el clima, que se fue nublando y enfriando, hasta terminar en una deprimente noche de un jueves, ¡jueves! no debe haber peor noche que esa, con una lluvia no de esas intensas que invitan a escucharla, si no fina y fría, triste, de esas que indican finales.
Tuvieron una nueva discusión, por cualquier motivo banal, o por los mismos de antes. No sabemos si ésta discusión es la última y definitiva o habrá un futuro y una posibilidad y una nueva calidez. Si sabemos que a ella se lo pareció. Estaban en el departamento de ella, los dos tenían encima varios días de comer mal y dormir peor. Se gritaron. Ella lo mandó a la mismísima mierda. No una, si no varias veces. La última, él se levantó y se empezó a ir. Ella inmediatamente se arrepintió y le pidió perdón, y que se quede, pero por hoy, o quizás para siempre, el tenía suficiente. Salió a la calle, prendió el pucho, esperando en el palier que pasara un taxi, mientras ella lloraba al lado. Que ella lloraba lo irritaba aún más. Al fin distinguió el cartelito de “libre” y salió de bajo el reparador alero a hacerle señas. Ella intenta seguirlo y agarrarlo, pero él con un gesto brusco la hace tropezar, pero fue sin querer, tampoco es cuestión de llegar a la violencia física. Pero el taxi ya está ahí, esperando, así que medio amaga volverse y ayudarla a levantarse. Ella llora. Las lágrimas tibias, saladas, le ruedan por las mejillas y se mezclan con el agua helada que moja su cara. Las gotas de lluvia, como agudos estiletes helados, empapan su rostro, su pelo, su ropa. Las luces de la calle y los autos se reflejan en el asfalto mojado, se emborronan, dándole a toda la escena un aire difuso y etéreo. Ella está de rodillas, las manos ateridas sobre la vereda. Frente a sus ojos están las rodillas de él. Tan cerca, tan lejos. Ella intenta un último ruego, un hilo de voz, "por favor...", pero él, sin decir palabra, se da vuelta, se sube al taxi que aguarda, el rítmico ruido del limpiaparabrisas marca los segundos que pasan, al fin cierra la puerta y con un gesto que de afuera parece mudo, le da una indicación al taxista, que arranca con una última mirada de reojo. Ella se levanta, suspira, y ve desaparecer el último destello de luz roja doblando la esquina. |