Allí estaba él. En el mismo túnel de siempre. Sentado en una endeble silla de madera. Su sempiterna y grave mirada. Rasgando las cuerdas en busca de notas agradables. Música de músicas. Melodías bellas que le proporcionaba la madera de la guitarra española.
Él, con sus largos cabellos de ceniza, esbozando sonrisas al ver pasar a viejos conocidos. Allí estaba él, tan cerca de las vías, tan lejos de nuestras vidas.
A sus pies, una funda de piel, un poco más allá, un pequeño cesto de mimbre cubierto de tela. Monedas que significan poco para algunos, para él, simplemente un gesto de amor, en cierto sentido, de respeto, de compasión por la vida que tiene que llevar. Algunos le observan, le encantarían tratar con él y saber cuál es la razón que le lleva a tocar cada día en la misma hora y en el mismo sitio. Una figura anclada a un objeto.
Las estrellas asoman y la Luna Llena indica que debe marchar.
Mientras enfunda su instrumento, lo acaricia, como queriéndole decir que nunca lo abandonará. Mira el cesto, observa curioso las pequeñas monedas doradas, emulando el oro de antaño. Las recoge y se las mete en el bolsillo. Pliega la silla y marcha. Marcha hacia aquel lugar del que provienen los ángeles.
|