Aquella mañana salió de casa y se plantó sus gafas oscuras porque, aunque allí el sol brillaba generalmente por su ausencia, cuando lo hacía, lo hacía de una forma bastante desagradable. El sol era perezoso por estas latitudes y nunca subía al techo del cielo: se quedaba a medio camino para luego emprender su retorno hacia la noche. En su momento de máximo esplendor deslumbraba y cegaba, dando la impresión de tener enfrente un foco de mil vatios alumbrando directamente a la cara.
Minutos más tarde, y con el sol alumbrando todavía por debajo de las nubes, comenzó a deshacerse en el cielo una inmensa masa de de corcho blanco y el suelo se cubrió, por un momento, de bolitas blancas de hielo.
Toda la mañana estuvo el sol peleando con las nubes mientras un gélido viento, ajeno a la batalla, azotaba los rostros de los desarmados trnseúntes.
A la mañana siguiente pudo admirar, absorta, y por primera vez en su vida, cómo el mundo puede tornarse blanco. El jardín de la residencia era ahora una postal navideña. Algodón, polvo blanco y nata derramándose por todas partes.
(Continuará)