“fusil”
El calorcito de aquella noche acentuó la cita. En el bar del ñato Canales los chorros de cerveza se evaporaban antes de depositarse en el fondo del vaso. La música y el volado de las minifaldas de algunas chicas acompasaban las miradas de los compadres que como niños de escuela se codeaban unos a otros al ver algo más de “carnecita” por ahí.
Todos atendían sus vicios e intercambiaban palabras de cariño y desprecio hasta confundirse con el humor ponzoñoso que empañaba las ventanas del bar.
Nosotros estábamos en la quince, donde siempre nos hemos sentado a chupar. Parecíamos mansos ex futbolistas derrochando cortesía y cordura al debatir un tema que a nadie le importó siempre y cuando firmáramos un par de autógrafos cada cuarenta y cinco minutos.
Manzano “el fusil” Castillo, quien insistió en reunirnos, encabezaba la tertulia… -Que esto quede entre nos nomás-… murmuró agachando la cabeza hasta la orilla de la mesa, manteniendo la mirada acosadora sobre las nuestras.
Él era el único que llegó a ser campeón en la década del 70, los demás como Rotundo Gálvez, El huevo Galindo, “Gol-gol” Chipana, el Ratón Román y yo nunca saboreamos los beneficios del reconocimiento público, la emoción inacabable de ejecutar la vuelta olímpica ante el delirio inclasificable de los hinchas que no paran de gritar “campeón, campeón” ni mucho menos oímos nuestros nombres salir de una boca extasiada de tanta felicidad. Esa algarabía teníamos que falsificarla, eso sí, después de cada partido en este mismo bar: Galindo, Chipana y muchos otros concentraban la vergüenza que les dejaba la derrota en el paladeo amargo del alcohol que les insensibilizaba la memoria. En cambio yo no fui ni un crack ni un maleta, bastaba con ponerme atrás y barría pasto y todo, aunque no hubiera pelota de por medio, a cuanto objeto se moviera; nunca me importó ser un campeón, en el juego descansaban todas mis aspiraciones. Manzano fue el único que apareció en revistas sentado frente a más de un periodista en la azotea de su casa, con una camisa floreada color pastel… ¿Contando los detalles de su vida?, qué va a ser… sacaba radiografías a sus jugadas, cómo se ponía las medias y quién le lustraba los machuchos antes de un partido. Él sí disfrutó ese mundo de ovaciones. Pero sin olvidarse de sus amigos los no tan buenos como nosotros, eso sí nunca… el buen Manzano caramba.
Pero habían pasado ya muchos años, la mayoría nos dedicamos a entrenar a chicos que al sabernos futbolistas regulares de inmediato querían ser como nosotros pero más como “el fusil”, -ese tiene pólvora en las patas-, decían, como sus padres. Lo mejor fue que nadie supiera sobre su destino. Lo que dejó a Manzano fuera de competencia no se le atribuye a sus múltiples luxaciones de tobillo, sino a su desprecio por el hincha, la mujer abnegada de la relación, que no reverenciaba cada una de las guachitas que él hacía (“el fusil” hacía guachitas hasta cuando iba perdiendo tres a cero). El último partido de Manzano terminó con un sello salivoso que este eyectó desde el arco norte al jefe de la barra, segundos después todo el estadio lapidó a manzano con una terrible arenga que se lo llevó del fútbol como la muerte se lleva a un condenado, para la eternidad.
Desde entonces nuestro amigo canceló por adelantado una vida completa de trago en el bar, y desde ahí no paró de beber.
Esa noche luego de más de treinta años nos propuso algo terrible: ayudarle con los preparativos de su muerte. Había vivido como un rey y quería ser venerado como un rey tras las pantallas que antes enmarcaron su rostro y sus jugadas por miles de personas que convergerían en la misma conclusión histórica: “la barra se llevó al fusil”. Se ahorcaría en el madero transversal del cuartucho donde ahora vivía. Manzano quería una redacción completa de sus últimas palabras titulada con la última arenga que lo arrastró a una vida tormentosa: ¡Manzaaaaaano, Manzaaaaaano, el fusil dejó de disparar hace rato!-.
Rotundo se inquietó y pidió otra caja, El huevo, movió la cabeza aceptando que eso pasaría y “Gol-gol” Chipana lo miró elaborando con sus enormes ojos marrones una despedida anticipada. El Ratón Román y yo nos levantamos tratando de conservar un equilibrio que nos permitiera unos minutos de sermón. -¿Estás huevón?-, bisbiseó el ratón haciendo rechinar su dentadura postiza. Yo permanecí callado. Manzano lo ignoró y haciendo con el brazo un moviendo ondulante de desdén salió del bar seguido por Galindo, Rotundo y Chipana.
El ñato Canales trató de disuadirle pero Manzano frunció el seño como lo frunce un campeón antes de patear un penal, y, en un instante pisaba la acera del bar en dirección al burdel de enfrente.
¡Tengo pólvora en la sangre, de un pelotazo puedo matar a cualquiera que se atraviese en mi camino. Campeón más de una vez…Revistas, periódicos, televisión, radio. A mí la fama me perseguía… no necesito barristas ni indecisos…maricones de mierda!...
Galindo, Rotundo y Chipana se detuvieron antes de cruzar el umbral de la puerta, no podían seguir divirtiéndose, porque al día siguiente los niños tenían que entrenar bajo su cargo, aprender a parar una pelota como los hacen sólo los campeones… Dejar una firmita sobre un polo, lo que ahora sucede a las quinientas, y regresar a su casa a leer su Manual del Buen Entrenador, para ser alguien mejor y no conservar la estigma del jugador “regularcito nomás, pero que nunca fue campeón”.
Manzano continuó su marcha tambaleante; más de un taxi pudo haberlo matado pero su olfato de crack titilaba cuando sabía que el peligro estaba por ahí cerquita nomás. Sin embargo, no pudo esquivar con una mágica gambeta una bolsa de basura que alguien había dejado al pie de un poste, así que cayó muy lentamente de cabeza y de brazos cruzados… tragando silenciosamente su propio vómito.
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