Me citó aquel sábado, pero, por alguna equivocación del calendario –seguro, mía no fue– debió ser jueves. La espera en esa cafetería, tenía el resabio de un jueves, sí, día dilatado, procrastina, prolonga la agonía de la semana, el viernes menos cuarto, eso: esperar. Anticipar. Ad nauseam.
Se sentó, me dijo unos versos –supongo– en francés, que a mi me sonaron a voulez-vous, a la Chanson de Roland, a cassis, a croissant, a champagne, a peugeot. Apestando perfume, me miró con una ceja levantada y media sonrisa, como esperando un suspiro o un sonrojo.
Le sonreí, falsamente le sonreí y con la punta del anular deslicé el sobre hasta el lugar donde –si hubiese llegado a tiempo– reposaría una tasa de café, porque dos días antes me pareció un tipo interesante, y sí, le hubiese invitado alguna taza de café para extender su compañía.
Pero ahora, ahora solo era el depositario del adjetivo, un melódico rimbombante, no, un triste payaso arrogante empleado para hacerme feliz.
Dentro está el encargo y el dinero –exhalé.
El cumplió y al siguiente día, me llamaban viuda.
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