Llegaba todos los días al cuarto con el fastidio de imaginar encontrarme a alguien más ahí. Después de todo era un cuarto para dos y aún estaba sola. Sabía que algún día sucedería, pero no es fácil tener que lidiar con una desconocida. Aunque, bueno, ni tanto, porque sus cosas estaban ahí y no aguanté la curiosidad de hojear sus libros y su agenda.
Obviamente era abogada, con las leyes esparcidas hasta debajo de la cama. Un desorden que casi no me dejaba espacio para mis cosas. Había fotos entre sus libros y el nombre de un tipo escrito en la pared, al lado de su cama.
Una gran maleta llena adornaba la vacía cama y al aeroclóset no le cabía un gancho de ropa más, tuve que agarrar la parte de arriba, ¡con lo incómodo que era subirme a la cama cada vez que quería buscar alguna ropa o libro! Al final me resigné a lanzar las cosas hacia arriba.
Había algo bueno: mi colchón. Era firme, nuevo y todas las noches me acostaba viendo la misma estrella. Dicen que es malo dormir con la ventana encima de la cabeza porque las ideas se escapan y se diluyen, pero en mi caso sirvió para expulsar algunos demonios.
Los primeros días fueron raros. Las habitaciones estaban separadas por unas tabiquerías o paredes falsas, así que las vecinas se escuchaban. La del lado izquierdo cantaba, o eso creía ella, siempre la misma canción, “¿no ves que no te sale?” pensaba. Y otra vez... la de la derecha tenía su radio encendida, como yo. Y las otras veían TV o cocinaban.
¿Qué se puede hacer en un lugar así que no sea pensar en las limitaciones? El baño. Un espacio de reflexión, en este caso reducido a la simple necesidad. Entra, haz lo tuyo y sal, o te tocarán la puerta.
Lo primero que noté ahí es que el bombillo estaba quemado, y siguió quemado como por una semana, hasta que no aguanté más sacar el bombillo de mi cuarto cada vez que me iba a bañar para ponerlo en el baño y después devolverlo al cuarto. Compré uno y lo dejé ahí, ya que nadie se dignó.
Segunda donación: una cortina para la ducha. Se rompió, la botaron y había que bañarse tapando la regadera con el cuerpo para no mojar tanto el piso, que muy pocas muchachas secaban. ¡Ese baño iba en contra de los derechos humanos! Feo, blanco, a veces maloliente y demasiado provisional. Sin mencionar que había que esquivar la ropa que colgaban ahí para que se secara.
Cuando la encargada vio que la cortina quedaba corta, mandó hacer una puerta para la ducha. “¿Por qué no pone agua caliente también?” Pensé... ja, ja, ja... Para distraer el frío me llevaba el radio al baño, y entre cantos y bailes todo pasaba más rápido.
La llave del cuarto se convirtió en mi sexto dedo. Cada vez que salía al baño, trancaba el cuarto, porque no se sabe. Si por lo menos hubiera una sala de estar... Pero no. Del cuarto al baño, del baño a la cocina, de la cocina al pasillo y de ahí al cuarto. Cinco pasos como mucho.
¡Y pretendían que fuera extrovertida! ¿Con desconocidas y un espacio tan cerrado? Sólo cuando llegó la otra ocupante, porque no quedaba de otra.
Además había que compartir la cocina... con las cucarachas. Por eso nunca intenté nada ahí. Todo lo que compraba para comer eran cosas que no necesitaban ese proceso. Me volví adicta al maní, al müsli (eso sí, de chocolate) y a los juguitos de larga duración.
No había mucho que hacer en ese cuarto después de volver del trabajo. Las vecinas estaban en lo mismo: estudiaban, trabajaban o ambas cosas. Bueno, en el caso de mi compañera de cuarto, nada de eso.
Y sucedió que un día llegué y encontré la puerta del cuarto abierta y a la nueva ocupante, conocida por las vecinas, instalada. ¿Y ahora? Nada ¿no? Recuerda: es un cuarto para dos.
Ella estaba en sus tempranos treinta y regresó a Caracas desde Coro con el objetivo de ejercer su profesión, “aunque debería ejercer el orden”, pensé. ¡Qué desacertado! El desorden empeoró. Si la cama estaba llena de zapatos por debajo, ahora quedó intransitable hasta para las cucarachas, y ni hablar de la mesita de noche, que parecía el estante de una perfumería-farmacia.
Lo cierto es que a la recién llegada, o mejor dicho, a la recién “regresada”, le asustó mi silencio. Lo siento, a veces mi timidez me hace quedar mal. Más adelante confesaría que mi actitud le había causado estrés... ¿Quién lo iba a imaginar? El silencio causando estrés... Ella llamaba a este tipo de gente “psicopatines”, jajaja.
Ok, no fue tan malo para mí tener una compañera de cuarto. La tipa resultó divertida, contaba cosas entretenidas. De esas personas que en 15 minutos revelan toda su vida y hasta con detalles. Lo más cómico de la “recién regresada” es que se tomaba una hierba rara en té para facilitarle al intestino lo que él se supone debería hacer naturalmente, y eso la mantenía en vela algunas noches. En vez de instalarse en el baño, que a esas horas se podía.
Mi cuarto se convirtió en el cuarto del pueblo. Todas venían a conversar con Flore ¿pues qué? Yo les brindaba maní a todas.
Tomé la opción de esa residencia porque no podía seguir dejando horas invictas en el transporte público. Con esa viajadera diaria no tenía vida, y lo que pude conseguir barato fue ese cuarto de la avenida La Salle. En los dos meses que duré ahí me acostumbré a irme al trabajo a pie, bajando a la Plaza Venezuela y atravesando el Parque Los Caobos hasta llegar a la Plaza de los Museos. “Estás loca” me decían en el trabajo, “mosca, ese parque es peligroso”. Bueno, pero era emocionante.
Un día Eloísa me preguntó que dónde estaba viviendo. Cuando le di detalles me dijo que ella arreglaría eso... y lo hizo. Su tía que vive sola, me alquilaría un cuarto ¡qué fino! Flore hasta me dijo: “¿por qué te vas? Ya me habías caído bien ¿te asusté?” No vale, todo se traduce a que mi estadía ahí estaba destinada a ser como una característica del baño de ese lugar: demasiado provisional. |