Perdí la noción del tiempo. No me di cuenta cuando ya era nuevamente de noche y tuve que prender la lámpara. No recuerdo qué hice durante el día, salvo extractos que me parecen absurdamente breves. La habitación está desordenada y faltan cosas. Faltan las cosas que deseo, que quizás no sean tantas (o las mismas de cada mortal). Un par de libros botados, unos sobre el velador, unos discos de música, ropa tirada; más allá el telescopio, la flauta traversa armada sin guardar sobre la estuchera, entre papeles anónimos y un libro de cine que no me pertenece.
Por la mañana leí un poco. Bastante poco. Saramago, “El Evangelio según Jesucristo”. Quedé hasta la parte en que narraba, con un vocabulario envidiable, cómo José eyaculaba en María. Me gustó. Me siento cómodo entre los libros botados, o leyendo. Admiré su perfecto uso de las comas y su civilizada y culta manera de blasfemar.
Decidí asomarme un poco a la ventana. No volví a leer. Me distraigo, me concentro y me distraigo. No recuerdo tampoco qué hice ayer.
Hay ruido en la calle. Se escuchan los autos de la panamericana pasar raudos con algún destino que no me interesa. Será el norte o el sur; eventualmente el este o el oeste. Eso es todo. Supongo que estar es como dejarse llevar. Dejarse llevar y mecer, subir la escalera para luego bajarla, despeinado, anacrónico, indiferente, aburrido, alienado.
Hay una copa en el suelo. Los dibujos de siempre en las paredes. Se quemó la ampolleta del techo. Traje una lámpara. Se quemó la ampolleta de la lámpara. Traje una lámpara más pequeña. Se le derrite parte del toldo, sale olor a plástico chamuscado, pero ilumina. Debajo de una chaqueta está la daga que me regalaron antes de ayer. La observo. Debería sacarle filo, así no sirve de nada. Qué absurdo.
De pronto descubro una bolsa de té pegada en la ventana. No logro recordar cómo o cuando llegó allí. La ventana está manchada con témpera para maderas naranja. Hace tiempo que no veo arañas en el marco.
Algo que me gustaría es escribir o pasar a materia las melodías que imagino en las micros. ¿Pero escribir de qué? ¿Cómo poder hacer algo mínimamente sincero; algo que no sea una opulenta fotocopia de otra cosa; o un intento patético por fortalecer el ego? Para lo de la música necesitaría muchos músicos, y eso es imposible. Víctor podría hacer las guitarras; eventualmente yo podría tocar la flauta; quizás convencer o encontrar a alguien con los violines o mi hermano en la batería; pero nunca me atrevería a pedírselos; llevar a cabo algo así no; además es demasiado difícil, y poco recordable (orquesta esquizofrénica deudora de un Michael Nyman que acaba de escuchar la discografía de Godspeed you! Black Emperor!). Ahora me lamento por no haber aprendido a leer y escribir como se debe: podría pasar las melodías a partituras y así no olvidarlas a cada rato. Pero también recuerdo que si no fuera tan informal, tan desorganizado, no se habría desarrollado jamás la capacidad para inventar.
“Inventar”, digo, como si no fuera en realidad remezclar las notas existentes, las ocho notas más los sostenidos, en distintos espacios y tiempos. Maldigo mi conformismo. Además nunca tuve método como para dedicarme a esa área de la música. Y tampoco lo deseo. Quizás jazz (el sueño del pibe), si algún día logro tener un Selmer París serie III.
A veces me parece sumamente infantil el desear salir de la universidad y generar ingresos con el único objeto de comprarme un Selmer París serie III. Un precioso y calibrado serie III de antología, eterno, arraigado en la más puntillista tradición europea; con un lacado dorado resplandeciente y un brillo sobrecogedor. Un alto. Tiene que ser un alto para poder usar la boquilla Meyer 5M –comprada por internet a un tipo de Valdivia- que quedó volando en la nada desde que se robaron el Yamaha que jamás conocí. ¿Qué será lo frívolo al final? Un serie III no puede ser frívolo. No es para tocar jazz. Ya no toqué jazz. No, no sería para eso. Tampoco para causar impresión. Para eso sirve cualquier Hoffer, Baldassare o Etinger: el cuerpo admirable de un saxofón. Un serie III (o serie II) es para digitar como los demonios, para olvidarme por fin de que las llaves no cierren del todo, de que la digitación se haga imposible (como en la flauta, como en mí flauta); para tener la voz entre gutural y metálica de un medio expresivo de ti mismo y tu propio deseo; un eco propio; eso quiero. Quizás sí sea frívolo. Ah, pero qué bien se siente imaginarlo.
Es bueno desear, creo. Si no deseas te mueres. Qué liviano. Qué liviano y agradable es desear; sano; qué enfermizamente irrelevante es escribir esto, tosco, grotesco; pensar en público es definitivamente obsceno, patético, deberían prohibirlo. Pero más irrelevante sería no colocarlo aquí, si al final comencé a escribirlo en esa parte que dicta: “crear entrada”. Para qué detenerse, para qué tener ambiciones o volverse perfeccionista y demorarse demasiado y progresar, si es más cómodo fluir y ser patético, insustancial y gracioso. Una pulga saltarina. Un buen estudiante. Alguien capaz de escuchar a los demás. Para qué rebelarse ante eso, a la deseabilidad social, para qué, para qué ponerse melancólico de repente si la vida es brillante y amable y no existe África, etcétera. Para qué ser tan correctos y activar por algo, qué pereza, da flojera salvar a las ballenas. Para qué verse bueno ante los otros y ante sí mismo, con qué fin, si como dice Saramago, la bondad es tan sólo ausencia de maldad, y la maldad de bondad, y en sí son conceptos vacíos. Para qué esforzarse o no esforzarse, o contar estas irrelevancias que dije antes, o no contarlas. Requiere de mucha concentración, de objetivos, y en cierto sentido, de inconsciencia. Para hacer cosas tienes que olvidarte temporalmente de que no valen la pena, porque o si no, no te motivas a hacerlas; no te motivas a estudiar algo, o escribir un par de páginas, o leer, o ver cine, o comer, o dormir; no, comer y dormir lo haces siempre porque lo necesitas como una droga, dependes de ello; no tiene relevancia eso sí, y nada lo tendría asumiendo la perspectiva de que la vida... etcétera; pero como en todo, también, el nihilismo radical y profundo es tan sólo algo temporal y pasajero, ya en otro momento, como hace cinco minutos, estaré creyendo en la humanidad e ideando proyectitos para el futuro; formas en que satisfacerme y entretenerme entre el día en que nazco y el día en que muero; el día en que decidí hacer algo, y el que no. En un momento, quizás dentro del próximo minuto, en unos veinte segundos más, me sienta profundamente feliz por alguna razón también irrelevante (relevante en ese momento), ajeno del relativismo absoluto que desperfila la belleza de todas las cosas.
Quizás muy luego, en una de esas exactamente después de terminar de escribir esto, piense de nuevo en las llaves doradas de un Selmer serie II/III y una buhardilla estereotípicamente lóbrega en donde escribir a gusto avenencias y desavenencias sobre lo que sea, sobre lo que me parezca relevante o en ese momento interesante; o digno; o rescatable; o por qué no, algo burdo, un hecho simple, una acción realizada en un momento determinado porque algo hay que hacer, en algo hay que ocupar el cerebro para no darle vuelta a las preguntas que vuelven loca a la gente. Algo que haga llevadero el paso del tiempo, o distraible, o sufrible; algo que ate, encadene o libere; imagínate qué haríamos sin pecado y sin culpa, o sin depresión. Algo, no importa si naif o astuto, trascendente o vacuo; qué más da si después todo se da vuelta, convirtiéndose en un contrario exacto que le hace perder cualquier valor que pudimos haberle dado antes sesgados por el contexto (irrelevante, relevante, excelente, pésimo, maravilloso, estúpido); qué más puede dar que quizás se rompan las leyes de la física, se quiebren los moldes, o al final de todo, en una revelación magnífica, nos demos cuenta que somos una colección de minucias nulas, como las migas que quedan luego de comer un pan, las sobras de algo devorado con prisa y sin mayor cuestionamiento; digerido y fin; pasado y terminado; vivido para ser muerto en un alucinante juego infantil, frívolo y descorazonado. Qué más da todo eso si el presente siempre va a ser lo único válido; los recuerdos serán sólo imágenes que jamás podremos probar; el futuro es un sueño de trastornados basado en certezas relativas; y desde ahora, ahora mismo, sólo nos concentramos en nuestra sensualidad, o quizás una meta menor, o en escribir algo como esto, o en observar, dormir, pensar, amar, silbar, o sea, en vivir, sin conciencia absoluta, como corchos flotando en el mar, tranquilos en nuestra sosegada ignorancia, con una cordura y serenidad envidiables, prudentes y sin mayor ansiedad, disminuidos, parciales, ajenos. |