EL HOSPITAL
“¡Vida!, ¡vida!, he regresado al cuarto gris del hospital, donde mi madre me parió hasta palidecer como la desangrada luz de las morgues.” Esto era en lo primero que pensaba Carlitos todos los días en las ojerosas mañanas fatigadas, cuando cesaba el terrible tormento de su insomnio fantasmal acompañado de un fuerte castigo físico y mental. Carlitos padecía una sífilis que ya hacia mella en su desempeño y apariencia corporal, además de su arruinada e indefensa sangre por el excesivo consumo de heroína. –“Una bruja, es una bella bruja desalmada quien hace de mí un gusano que se revuelca en su propia inmundicia, es una bruja, puedo verla sobre mí en las noches que son su abrigo.” Sus sentidos se estrujaban de martirio por los pavorosos gritos de dolor que emitía su cuerpo, un caos de lenguajes, cada parte de él quería desatarse con violencia caníbal, evocando secretas lenguas reservadas para mortales dioses postrados.
Por instantes Carlitos parecía abstraerse, como si la enfermedad tendiera un puente hacia irrealidades reconfortantes. Las enfermeras que llegaban ha cambiar y limpiar los vendajes de sus heridas, le observaban como quien mira la tumba de un extraño, con una curiosidad y admiración tan detallada que casi podía sentirse sus dedos hurgando en la tierra santa. Los perfumes de las enfermeras agradaban a Carlitos, y excitaban también algunas de ellas, pero había recibido tanta droga que era incapaz de tener una erección normal, -“No lo intento mas, viles seductoras que masturban mi mente, ¡putas señoritas! ¡mujer de cualquiera!.”
Resignado a su condición, retomaba los callejones de su pensamiento, vagaba entre muros recubiertos de fotografías y carteles, cada uno de ellos con instantes pasados, en donde se detenía a ver sus desteñidos colores, mientras a su lado, continuaba su curso una multitud de ecos, ecos de llantos, suspiros, quejidos, risas y orgasmos, su mente era un constante transitar de sensaciones. Estando allí en la acera de su pensamiento, le asaltaron fuertes dolores y espantosos cólicos, -“Ha regresado la noche en un sol embrujado.” Como puede, Carlitos llama una enfermera con el timbre silencioso de su camilla, cuando ella llega Carlitos dice, -“Por favor enfermera, llame al medico que necesito hacer algo con este dolor ¡no lo soporto!”, la enfermera de inmediato sale a buscarle para que llegase media hora después. Al llegar el doctor, trae consigo una ampolla de Morfina, -“¡Morfina!, benditos sean los ángeles infernales, casi me mato con la cura y ahora me traen la enfermedad para salvarme, ¡gracias por este consuelo!” Un hormigueante calor fue ardiendo por el espinoso valle de su padecer, el dolor se aplacaba lentamente y rendido ante el placer de la enfermedad comenzó a desmembrar el tiempo. –“No se cuanto tiempo ha pasado, no se cuanto llevo aquí, creo que un día, creo que muchos años, pero aun sigo caminando por estas avenidas donde las camillas se amontonan en caótico tráfico y se pasean con terminales destinos.” Algo en Carlitos hacia embarcar su alma por todo el hospital, él así lo veía, continuo recorriendo el pasillo observando cada habitación a lado y lado, y en todas, el mismo paciente en decadente ascenso de edad y enfermedad, -“¡Hey! ¡Ese soy yo y aquel otro también!”.
Carlitos odiaba las visitas, así como odiaba los hospitales, la sobriedad y las peleas de gallos y perros. Todos quienes llegaban a visitarle dejaban tras de si obsequios y buenas intensiones, como el camión recolector de basura. Todo se fue acumulando como el calor en las sabanas y la mugre en las ventanas, todos esos obsequios se fueron marchitando y pudriendo –“¡Han regalado muerte!”, exclamaba entre un fresco aire desesperanzador, una desilusión recién parida ávida de torturas. El corazón de Carlitos reposaba en la mesita de noche, su nuevo corazón electrónico. Mientras continuaba su vaporizado bagaje por el pasillo del hospital, observa las ventanas que dan hacia la calle, –“Una multitud de “yos” se amontona en las aceras, en cabarets y cementerios, debo ser aquel hombre que llora la muerte de si mismo bebiendo café y fumando cigarrillos en la ambulante funeraria de turno, en ese bar, en esa plaza, soy el hombre que a la mañana siguiente prepara todo un cortejo para el final del día, ¡pero cual final!, si este horrendo día sin horas aun no termina.”
Deambulando e inspeccionado cada frío rincón del hospital, tropezó con un doctor, un tipo alto y flaco que no hacia otra cosa que fijarse en las faldas y los culos de las enfermeras. El blanco de su traje contrastaba con el de sus dientes percudidos cuando decía a Carlitos, –“Siempre recuerdas la enfermedad, no olvides la cura”. Claro, las enfermeras le vieron hablando con el aire, hablando solo, entre susurros decían, –“Al doctorcito de tanto andar rodeado de locos y enfermos ya se le esta corriendo la teja, de raro nada tiene que en algunos años tengamos que atenderlo y cuidarlo nosotras.” Carlitos retorna a su traje de carne y hueso, preguntándose por que debe respirar, por que debe alimentarse solo de comida, un sin fin de “por ques” hacían fila como pacientes a un chequeo medico. Carlitos miraba al techo mientras pensaba en las palabras del particular doctor, comienza hablar mientras acaricia sus incorporadas venas plásticas, -“La vida es un vicio, el mas adictivo de todos, un vicio que enferma, y cuando por cualquier motivo mas hundido y mal se esta, mas dosis son necesarias, supuestamente para no sucumbir a la muerte, a la cura.” Su enfermedad y adicción era continuar con vida, esa es la mayor proeza de Carlitos y la de cada uno de nosotros, la mayor proeza o la mayor estupidez.
Su pecho comenzaba a inquietarse, sus cauterizadas venas emergían desenterradas de sus huesos, la ansiedad era insoportable para Carlitos que sentía como el galopar de caballos salvajes le pisoteaban y arrastraban por la aridez de tierras devastadas, -“Ahora si viene la bruja, viene en su caballo negro levantando el polvo y despertando al infierno con sus pesadas herraduras”, con nostalgia Carlitos recordaba los instantes en el que apagaba el sufrimiento con su entrañable heroína, con la inmediatez del extravío que a él tanto le gustaba, cuando la impaciencia era su dueña y reinaba en él.
Con extrañeza Carlitos pensaba con detalle en el aspecto de aquel doctor preguntándose, –“¿Dónde le he visto antes?, aquel doctor se me hace conocido, lo he visto en alguna otra parte”, pero no hallaba la imagen precisa en su mente que diera una respuesta concreta. -“La soledad es una cosa muy jodida cuando uno se acostumbra a ella, cuando se le conocen hasta las tripas”, Carlitos le daba vuelcos y giros a todo, no tenía nada mas que hacer, esa era su nueva droga. Haciendo un gran esfuerzo, Carlitos se levanta de la cama dirigiéndose al baño, arrastrando consigo el catéter, agua sangre con pus y las baldosas del suelo. Llegando al umbral del baño, Carlitos se detiene estupefacto y aterrado, sorprendido frente al espejo, -“¿Ese soy yo o será alguien mas?”, pero aunque trataba de engañarse con cierta inocencia, él sabia muy bien quien y que era.
Su bata blanca, sus ojeras, la sombra de sus cavidades, su esquelética figura, esos ojos de perla negra, sus dientes torcidos y amarillos, su resignada y conflictiva voz de psiquiatra, -“¡Lo sabia!” exclama Carlitos perturbado por la tediosa e insensible razón. Carlitos siempre había sido un enfermo, también su propio doctor, su odiada visita, su instrumento quirúrgico, su verdugo y salvador, todo el tiempo veía brujas cuando sentía que la muerte le enamoraba y apasionaba, rodeado en los ghettos de las putas enfermeras. Carlitos vivía en un ensueño, en la calle, pudriéndose como basura, como la humanidad entera, Carlitos murió cuando despertó en el seno de su desalmada y bella bruja, al fin halló su cura.
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